jueves, 12 de marzo de 2015

CAPÍTULO PRIMERO






Nota aclaratoria


Delante tienes, feroz lector, este relato tan verídico como que el Sol se pone por Parapanda. Es la historia de dos insurgencias populares: la primera devino en derrota, la segunda en la victoria más grande que han visto los siglos pasados, presentes y esperan ver los venideros. Un servidor de ustedes encontró este mecanoscrito en la alacena de casa con una nota autógrafa que, de manera imperativa, decía “con el ruego de publicación”. Las apariencias indican, no obstante, que podría ser cosa de Pepico Cucurumbillo, un dirigente parapandés contemporáneo de los acontecimientos que se narran. No es esta, empero, la opinión del profesor Javier Tíber quien documentadamente expone que «los análisis de la estética de las formas me llevan a pensar que es cosa de Paco Pepe Rodríguez López».  Por otra parte, el profesor Mateu Carayo afirma que «Tíber podría ser el autor de este relato». En todo caso, ambos afamados historiadores afirman que lo relatado se corresponde históricamente con los hechos históricos de esta historia tan historiada. Que este blog irá publicando por entregas.



Tranco 1.- Cosas de la tita Merceditas

Una hora antes de morirme estaba completamente en forma, y de golpe y porrazo la Muerte se me llevó a cucurumbillo. Según me dijeron es cosa de familia. A mis tatarabuelos y bisabuelos, a mis abuelos y mis padres les pasó tres cuartos de lo mismo: en el momento menos pensado ¡zas! se los llevaba la Muerte, también a cucurumbillo. Como es natural, estas cosas de familia daban mucho que hablar en Parapanda. El caso que provocó más corrillos y bullebulles – hasta la ocasión del suceso mucho más espectacular que me había de ocurrir a mí mismo y que me dispongo a relatar en estas cuartillas – había sido el de mi tía abuela por parte de padre doña María de las Mercedes, soltera y meapilas por vicio más que por vocación, y conspicua asistente a los triduos, novenas, roperos y demás sesiones pías del beaterio local. Merceditas, como se la seguía llamando a pesar de sus ochenta y ocho primaveras algo ajadas pero sorprendentemente bien llevadas, olía a cirio pascual, según la docta opinión de la tertulia que reunía a las fuerzas vivas de la inteligencia local en la trastienda del emporio comercial de don Melquíades Avispón, donde su señora doña Gloria servía en persona a los esclarecidos circunstantes bartolillos de crema y piononos auténticos de Santa Fe de la Vega, en una bandeja de plata de ley bruñida primorosamente para la ocasión, y dándose aires de Madama de Sevigné gracias al escaso francés aprendido a su meteórico paso por el colegio de las monjas teresianas de la capital provincial.

– ¿’Ancor’ un bartoluá, mi querido Agapito? – preguntaba por ejemplo al boticario, con un dengue gracioso y un guiño de ojos irresistible para el interpelado, que se derretía por los adentros y devoraba el bartolillo con la misma ansia febril con la que se habría lanzado, de no mediar la figura estólida y patricia del marido y cacique local, a mordisquear el albo escote de la patrona.

Pues bien, en estas que Merceditas un domingo del florido mes de María, en plena misa de doce, con el templo abarrotado de fieles y mientras el mosén se explayaba en un sermón inspirado en el significado trascendental de la jaculatoria “Rosa mistica”, se levantó de pronto de su reclinatorio e interpeló al celebrante con voz natural aunque con cierta severidad en el tono:

– Menos florilegios y más decencia, don Senén, repare en lo que habré de contestar cuando me pregunten allá arriba por lo suyo con la viuda de Máiquez.
Señaló la beata con el dedo la bóveda de crucería de la muy ilustre colegiata de Parapanda, que según se afirma en un docto volumen de arqueología local escrito por el señor marqués de Maracena, fue erigida en el mismísimo ‘Seicento’ (Joselito de Maracena jamás contó los siglos a la española por no considerarlo de buen tono) según trazas del Paladio traídas de contrabando al país por un ancestro tronera del propio marqués, que después de correrse una exigente juerga con tres máscaras en el carnaval de Venecia, se hizo con los planos gracias a un golpe de suerte con los dados, al desplumar en un garito de los bajos fondos de Mantua a un abate marsellés de nombre Montecristo, o tal vez Montecitorio, que en ese extremo tenía duda el señor marqués.

Señaló, pues, Merceditas la bóveda egregia y cayó redonda al suelo con el dedo aún apuntando a lo alto. Cadáver. La de la guadaña la había segado de un tajo fulminante y se la había llevado consigo a cucurumbillo. Don Senén aprovechó la coyuntura óptima para alegar que el Todopoderoso había fulminado a la beata por sus calumnias maliciosas, pero todo el mundo sabía ya de corrido que la Juana, viuda del banderillero Máiquez, estaba de buena esperanza, y no por obra y gracia del Espíritu Santo. Jacobo Máiquez, peón de confianza del diestro sevillano Lagartijo Chico, había muerto el año anterior de resultas de la cornada que le infligió el toro Juguetón, un pablorromero que dio en canal 732 kilos, en el coso de la Maestranza de Sevilla, cuando intentaba colocar al morlaco un par de rehiletes al quiebro. El percance afligió tanto al maestro Lagartijo que le provocó una espantá monumental, de modo que el marrajo hubo de ser devuelto a los corrales después de los tres avisos reglamentarios. Y desde aquella fecha marcada con un crespón negro en la historia de la tauromaquia, don Senén se había preocupado de prodigar con insistente esmero su poderoso auxilio espiritual a la desconsolada.

Lo repentino del fallecimiento de Merceditas dio para muchas hablillas no solo en la misma Parapanda sino en toda la Vega, e incluso provocó que el señor obispo interviniera y enviara a la diócesis a un nuevo párroco, pálido, gafoso, de voz atiplada y melindres de gato faldero, poco propicio a los goces ocultos bajo los faldones de las mesas camilla de las salas de recibir de las casonas blasonadas de la Alameda de Parapanda. Y don Senén, por su parte, fue castigado a dar clases de latín y de teología en el seminario conciliar, famoso por las penitencias y los ayunos prolongados más allá del cumplimiento estricto del deber que, debido a la falta de presupuesto, enflaquecían las carnes así de los profesores como de los catecúmenos, que venían a ser los retoños menos avispados de los cabreros de las tierras de secano de las serranías circundantes.

Huelga decir que también a doña Merceditas se la llevó Muerte a cucurumbillo, y no hace falta decir que el día antes estaba tan de buen ver que se metió entre pecho y espalda media docenica de piononos con sus correspondientes copitas de anís Frascuelo (eso sí, dulce) mientras ojeaba parsimoniosamente la última novela de don Rafael Pérez y Pérez, el genio de Cuatretondeta.   

Tranco 2.- La memoria social de Parapanda y el cuadernillo de Neper

Debe quedar contundentemente claro que si referimos estos pormenores no es por darle un tono comercialmente amarillo a este relato tan verídico como substancioso. Se hace porque lo exige lo que el boticario don Agapito llamaba la «memoria social de Parapanda». Porque la memoria histórica de la ciudad quedaba reservada a los grandes acontecimientos que iban desde el ab urbe condita hasta el gran mitin de don Fernando de los Rios pasando por la estancia de Federico Engels (a quien don Agapito llamaba El General) que vino al balneario a tomar las aguas. O el cuadernillo de apuntes que Neper se dejó olvidado en la posada explicando su construcción de los logaritmos que, por ello, fueron bautizados por el boticario como «neperianos».

Esta ruptura entre memoria social y memoria histórica fue discutida, siempre con aspavientos irascibles, por la historiografía local: ¿qué era eso de quebrar la relación entre lo social y lo gratuitamente histórico referido sólo a las grandes efemérides?; ¿a santo de qué era más importante que Engels escribiera su Anti Dühring en Parapanda que el recital de La Niña de los Peines cantando Che faró la mia Euridice  y Renata Tebaldi  que se lució con Los campanilleros por la madrugá?  Todavía, después de que Muerte se me llevara a cucurumbillo, viviendo en la contigüidad del Cosmos, observo cómo, airados hasta la extenuación, siguen discutiendo los seguidores del boticario y los secuaces de la escuela revisionista de Parapanda.

Tomemos como ejemplo de los vericuetos de la dialéctica social el asunto del ya aludido John Neper, para unos un visitante ilustre de los fastos parapandeses y para otros un alma de cántaro, o peor aún, un ‘saborío’, como lo calificó la Dulzaina, laborante habitual del meublé de doña Rosita, después de un encuentro íntimo. El gran Neper fue convocado a defender sus logaritmos en la tertulia de Avispón frente a un contrincante temible, don Nicasio Salomó, catedrático de matemáticas del instituto y pertinaz defensor de la superioridad del maestro Pitágoras de Samos sobre toda la matemática pasada, presente y venidera. No se explicó bien Neper, quizá porque se le había extraviado su cuaderno de notas en la posada (lenguas de doble filo sostuvieron más tarde que no fue en la posada sino entre las sábanas de la Dulzaina), o quizá por el tosco acento escocés cerrado con el que maltrataba la dulce fabla parapandesa. Don Melquíades Avispón, ese oráculo de las huestes conservadoras, concluyó displicente al finalizar la reñida controversia que los tales logaritmos eran gabinas de cochero, y que ninguno de ellos podía compararse con la renta anual que dejan unos bonos de la deuda pública al cinco por ciento, con el aval del Estado por añadidura.

Y sin embargo, la tenue chispa encendida por Neper fue a prender de forma inesperada en tierras lejanas. Arcadi Bonamusa, viajante de comercio catalán que se encontraba en el emporio Avispón aquella tarde con la intención de vender unos paños mataronenses de los que era representante oficial, y que por sobra de tiempo y no saber qué hacer de su persona se quedó a la plática, de vuelta a su Maresme natal empezó a propagar entre amigos y conocidos los prodigios que había escuchado. El siguiente Ú de Maig, en la bella localidad costera de Pineda de Marx una larga comitiva de irreductibles obreros del Ram de l’Aigua, de la fábrica Costa i Llobera, desfiló portando una gran pancarta en la que podía leerse: «Volem Logaritmes Neperians Ara, I Sense Retallar.» Arrastrada en volandas por los torbellinos de un azar caprichoso, la semilla del matemático escocés había encontrado tierra propicia donde fructificar.

Arcadi Bonamusa era pariente lejano de mis abuelos paternos, y durante sus estancias parapandesas se alojó siempre en la casa familiar que aún sigue en pie, en el paseo Montgolfier (hoy Avenida Willi Brandt) esquina a la Bibarrambla, que tomaría años más tarde el bello nombre de Ronda de la Svolta de Salerno. Bonamusa quedó muy admirado, en el curso de sus visitas, por la firme determinación de mi abuela Catalina de resistirse a los intentos de la Parca de llevársela a cucurumbillo.

– ¡Quita allá, indina! – la oyó dar voces un día de mucha calor, a la hora de la siesta. Se asomó a la alcoba de mi abuela y la vio en camisón, esgrimiendo una sombrilla de indiana con la que daba violentos zurriagazos al aire –. ¡Se creerá esta tunanta que voy a dejarme engatusar!

Algunos años más tarde, sin embargo, cuando ya Arcadi no ejercía de representante, y formaba parte del jurado de la empresa téxtil Herederos de J. Costa i Prenafeta (antes Llobera), mi abuela Catalina finalizó una pasada con hilo verde para un mantel de complicado dibujo floral en el que llevaba empleados más de tres meses de labor, dejó clavados con esmero los alfileres para que no se deshiciera la vuelta recién concluida, se puso en pie con un suspiro, dijo a la nada que la rodeaba:

– Está bien, tú ganas, no me has convencido pero todo sea por no discutir.

Y se dejó caer cuan larga era en el suelo de baldosines relucientes después del encerado que les había dado la misma mañana Angustias, una moza de Iznájar que otra cosa no tendría, decía siempre mi abuela Catalina, pero lo que es limpia, era limpia como los chorros del oro.

Así fue como Muerte se llevó también a mi abuela. A cucurumbillo, a pesar de las resistencias.
                 







miércoles, 11 de marzo de 2015

CAPÍTULO SEGUNDO



Tranco 3.- Aproximación cautelosa a las teorías darwinistas y a la contigüidad 

Lo bueno de contar estos sucedidos es que, aunque estés muerto, en realidad no estás muerto. Estás en la contigüidad del Cosmos; como quien dice, ahí al lado. Pero no todos los que han muerto viven en esa contigüidad, tan sólo están aquellos a quienes la Muerte se ha llevado, por fas o por nefas, a cucurumbillo. Yo calculo, a ojo de buen cubero, que en toda la historia de la humanidad seremos unos tres mil quinientos catorce. Pero todavía  no ha llegado el momento de explicar las formas de vida, el tipo de sociedad y demás cosas de envergadura de esa contigüidad del Cosmos, y tal vez no llegue nunca. Sin embargo, daré una pista: los físicos que hasta la presente han teorizado sobre el particular no han dado en el clavo. Sólo nos ofrecen «palabras, palabras, palabras», lo que decimos en claro homenaje a Guillermo Chéspir, ilustre convecino de Parapanda, que los de la pérfida Albión se han empeñado en oscurecer sus orígenes y desfigurar el honroso apellido. A los hechos me remito: uno de los primeros pobladores de la ciudad fue Pero Chéspir, talabartero; en tiempos de los tres papas de Occidente, Sancho Chéspir fue Estatuder reconocido de la ciudad;  más tarde Guillermo Chéspir, bachiller, escribió su vasta obra que asombró al mundo; y, definitivamente, todavía hoy, don Hermógenes Chéspir regenta con mano ducha la Taberna Raíz Cuadrada de Menos Uno, famosa por sus caldos de Cómpeta y Albondón, muy frecuentada por las alegres comadres de Parapanda.  Lo que prueba que Guillermo era de natio parapandesa. Y, como es natural, no se hable más. Pero, siendo importante todo ello, es ciertamente tangencial en nuestra historia y en la memoria social de la ciudad.

Parapanda siempre se tuvo por una ciudad discutidora. No se movía una hoja sin que, a continuación, sus habitantes se enzarzaran en fatigosas polémicas y discusiones, la mayoría de las cuales siguen sin haber conseguido un consenso macizo, si bien no pocas de ellas han alcanzado lo que podría definirse como consenso resignado, según unos, o consenso débil, según otros. Y hasta hubo un pejiguera que acuñó la expresión de «consenso lo veo y no lo veo». Que le valió el apodo de Juanico Tertiumnondatur, según la mitad de la población, y de Juanico Cagadudas, según la otra mitad. 

Famosas discusiones las hubo en torno a problemas gramaticales: ¿era más bella la lítote o la sinécdoque? Y sobre temas matemáticos: ¿qué teorema tiene más pregnancia, el de don José Batatero (x + n > ny –i) o el de la identidad de Euler? Los de sombra apostaban por Batatero y los de sol lo hacían por el viejo Euler. El primero era albéitar, el segundo era zapatero remendón: ambos colegiados. El viejo don Nicasio Salomó era bataterista; su señora esposa –de profesión sus labores--  era bebía los vientos por Euler. Pero las discusiones más celebradas fueron las que motivaron el nacimiento del llamado sindicalismo de nuevo estilo: los de sol y sombra lo definían como un movimiento sociopolítico; los de sombra y sol se inclinaron, con igual entereza, por la de sindicalismo políticosocio. Vale la pena añadir que todas esas discusiones se mantienen hoy con igual cabezonería.

Pero ni siquiera alcanzaron la testarudez en torno a estos puntos que –se decía— eran cruciales en la identidad parapandesa: ¿por qué la Muerte se lleva, por lo general, cucurumbillo a los de la misma familia, ya motejada como los Cucurumbillo?           

Nadie ha sabido explicar a satisfacción el misterio. El viejo sir Charles Darwin vino en un paquebote de línea desde Londón, dispuesto a estudiar a los Cucurumbillo como si fuéramos galápagos. Tomó muestras de la sangre, la orina y la saliva a todos mis parientes vivos de la época, incluidos los primos segundos por si acaso; estudió las prognosis y se empeñó en hacer fotografías sin ropa a todos sin discriminación de sexo ni edad, con la excusa de que ya antes había hecho lo mismo con los indios fueguinos. Don Senén, que todavía no había tenido el tropiezo con el señor obispo, se opuso de forma rotunda al experimento cuando se abordó el tema en la tertulia del Avispón. Desde el corrillo del boticario lo llamaron retrógrado, y aquel mismo domingo, resentido, hizo desde el púlpito uno de sus sermones más sonados: “Ni evolución ni zarandajas”, fue su tema. El beaterio en peso lo aplaudió. El círculo de don Agapito se levantó con mucha dignidad y abandonó el templo en silencio. Don Senén saludó su marcha con un gran grito: “¡Vivan los dogmas!”

Es que don Senén llevaba muy mal las cosas de los protestantes, lo del libre examen y lo que decían que la Madre de Dios no era virgen. Tampoco le entró nunca en la cabeza el sindicato de nuevo tipo, la verdad. Era de la opinión de que lo que merecían todos los sindicalistas era cadena perpetua. El cabo, el cabo primero, de la Guardia Civil, que era de su cuerda, hubo de frenarlo en esa ocasión.

– Excuse don Senén – le susurró por lo bajini –, repare en que se ha afiliado más de la mitad del pueblo. A menos que nos amplíe los calabozos la superioridad, no tenemos espacio dentro para tanto belitre.

Mi tío abuelo Acisclo le hizo un retrato a lápiz muy conseguido del señor Darwin y lo vendió a la fábrica anisera del Mono por cuarenta duros, para las etiquetas. Toda Parapanda se partía de risa cuando aparecieron las nuevas botellas. Se doblaron en pocos meses las ventas del licor, no para beberlo sino para exhibir al Darwin en la vitrina del salón, porque en materia de aguardiente en el pueblo la opinión estaba volcada en favor del Frascuelo, dulce o preferiblemente seco. Polémicas las hubo siempre a porrillo, de todos los colores, pero en el tema de los piononos de casa Isla y del anisado Frascuelo, en Parapanda siempre se rozó la unanimidad, podemos decirlo con la cara muy alta.


Tranco 4.- Estratificación social de Parapanda, con la poco divulgada bronca entre don Carlos y don Federico

Y con la cara muy alta también se hablará a su debido tiempo de las muchas cosas nuevas que ocurrieron más adelante, que cambiaron la faz de la ciudad cuatriarcada, Parapanda. Ahora toca aclarar algunas cosas esenciales que nos hizo ver El General cuando vino a tomar las aguas. Cosas esenciales que fueron el heraldo de las novedades parapandesas. El testimonio de doña Laura Wilhelmi es capital, porque en su diario deja constancia de las charlas de don Federico en el Bar Mau Mau.

Por tales apuntes sabemos que en Parapanda había una compleja estratificación (sic) de clases. Estaban los gordos, los medianos, los medianicos y los jambríos. Por supuesto, algo más sofisticado que los análisis binarios de don Carlos Marx, a quien don Federico llamaba familiarmente El Moro.  Los gordos, que se contaban con los dedos de una mano, tenían más marjales de tierra que las gotas de agua que pasaban por las puentes del caudaloso río Dílar que la ciudad cuatriarcada baña. Medianos y medianicos, llamados indistintamente capasmedias, eran los comerciantes, el albéitar, el jefe de Correos, los comerciantes (incluidos los taberneros), el maestro alarife Frasquito Espantamulos y otros de similar condición.  Y a continuación los jambríos, el inmenso pelotón del noventa y cinco por ciento del personal. El General, según el diario de doña Laura, ponía en terra incognita –sin explicar por qué--  al señor cura, don Senén, y al cabo, al cabo primero, al cabo primero de la guardia civil. Sabemos por otras informaciones que esta estructuración (sic) social no agradó al Moro. Don Carlos insistía, al parecer, en que todo se reducía a los jambríos y el resto.  A punto estuvo don Federico de mandarle al Moro un telegrama con este texto: «Para ti la perra gorda, Moro». La voz enérgica del banderillero Máiquez, de la cuadrilla de Lagartijo Chico, impidió el desatino. «Don Federico, si a la primera de cambio nos arrugamos, su Moro nos puede hacer un estropicio. Tenemos que echarle cojones a la cosa, más cojones que los que puso mi tío Rafael Molina, Lagartijo, en la plaza del Puerto de Santa María con aquel berrendo astifino de la ganadería de Carraquiri». El telegrama que recibió Marx rezaba escuetamente:  Pues no.  

Sobre todo el asunto se corrió un tupido velo, en buena parte gracias a los desvelos de Jenny von Westphalen y a los buenos oficios del parapandés de pro don Anselmo Lorenzo (padre), que ejerció de moderador y hombre bueno en las tormentosas negociaciones posteriores entre los dos gigantes del pensamiento social. Pero desde mi posición actual en la contigüidad del Cosmos estoy en condiciones de afirmar que el Moro sacaba fuego por las muelas. «¡Me niego terminantemente a firmar más manifiestos con ese ingrato!», fue lo menos que dijo. Jenny le hizo ver con dulzura, primero, que él no podía pretender llevar la razón en todo, y segundo, que la Familia es Sagrada. La mirada de Jenny fue enigmática. Por lo que el Moro se interrogó si El General se había ido de la lengua con lo del cierto chicoleo con la criada. A don Carlos le costó encajar el berrinche tres días, que se pasó encerrado en su gabinete elucubrando sobre la tasa menguante del beneficio. Quienes pagaron los platos rotos de aquel cabreo monumental fueron finalmente Proudhon y Lassalle. “¿Pero qué mosca le ha picado?”, se preguntaba este último después de un furibundo artículo de Marx en la Neue Rheinische Gazette.

A fin de cuentas don Carlos admitió a regañadientes la existencia de los medianicos, siempre y cuando don Federico reconociera a su vez el peso negativo del lumpenproletariado en el esquema de la lucha de clases. Engels, muy mejorado de su artritis gracias a las salutíferas aguas parapandesas, se consideró satisfecho con la transacción, y don Anselmo (padre) pasó a limpio, en una mesa del bar Mau Mau que hoy se exhibe a la curiosidad del público en el Museo Antropológico Popular de Parapanda (MAPP), el primer borrador de aquel Manifiesto Comunista, felizmente consensuado y firmado por ambos amigos, que pronto había de conmocionar al mundo.


No nos resistimos a señalar un dato para bibliófilos: la primera traducción de tan famoso Manifiesto corrió a cargo de doña Laura Wilhelmi en paralelo a la puesta en limpio del borrador en alemán a cargo del primer Anselmo. Y otro dato añadido para los politólogos que todavía no hayan reparado en la cuestión: en la citada estructuración social parapandesa –gordos, medianos, medianicos y jambríos— que inspirara  el banderillero Máiquez al General hubo de inspirarse un Gramsci, ya maduro, a la hora de formular cosas tan sesudas como la «hegemonía» y sus islas adyacentes. Otrosí, sea paciente el lector, todo se andará hasta llegar a la completa explicación de los misterios que hemos dejado insinuados. Pues la cosa no tendría sentido si no dejáramos sentada la relación de fuerzas en la ciudad cuatriarcada. Esto es, los vectores que empujaban a la nueva Parapanda y los que intentaban frenarla. Y en todo ello ¿qué papel tenía en todo aquello la contumaz manía de Muerte que se empecinaba a llevarse a cucurumbillo a mi parentela, cosa de la que un servidor tampoco se libró? Paciencia y a barajar, ya se andará esa fecunda vereda del río Dílar que a Parapanda baña. 

martes, 10 de marzo de 2015

CAPÍTULO CUARTO




Tranco 7.- El año de la revolución

Aquel año de 1917 avanzó dando tumbos de un lado para otro como si el destino se hubiera emborrachado hasta el punto de perder el control de sus actos. En abril entraron los Estados Unidos en la guerra europea y don Melquíades, que era germanófilo, rugió en su tertulia: “¡Ya nos volvió Lincoln a joder la marrana!”, ignorando que el presidente que le jeringó a su padre los pingües beneficios de la trata africana al abolir la esclavitud, no era el mismo que tomaba ahora las armas contra los imperios centrales.

Luego estalló la revolución en Rusia, y los prusianos vieron aliviada la presión que sufrían cuando las divisiones zaristas se retiraron en dirección este para afrontar las amenazas en la retaguardia. “¡Ese Lenin ha sido inspirado por el Espíritu Santo!”, entonaron a coro don Melquíades y Senencillo mientras Maracena, más longimirante, torcía el gesto previendo dificultades por el lado de las fuerzas emergentes. En agosto estalló la huelga general convocada por los sindicatos CNT y UGT. El marqués de Maracena se apresuró a declararse partidario de la reforma agraria, afirmando: «Entre lo que tengo y lo que me corresponde…». Don Melquíades ofreció un donativo (raquítico) para la caja de resistencia del sindicato. En Parapanda se nos subió el éxito a la cabeza. El día 18 desfilamos por toda la Alameda hasta la plaza de la Constitución, y cantamos el Trágala delante de la puerta del Ayuntamiento. Yo llevaba cosido a la camisa el emblema de la CNT y llevaba en alto la bandera roja y negra. Desde el día primero de junio formaba parte orgullosa del pobretariado de la fábrica de gaseosas, que había ampliado plantilla para poder atender a la demanda urgente de las trincheras tanto francesas como alemanas, en aquel verano tórrido y todos teníamos los sobacos más amarados que el entrenador Camacho.

La Guardia Civil, al mando del cabo primero Benitito Muselina, recibió por el telégrafo órdenes de la comandancia suprema y cargó para disolvernos a tiro limpio. Se armó un zurriburdi en mitad de la plaza. Silbaban las balas a un lado y a otro, y en medio de la confusión se me acercó mi Silvana Mangano --la  de los ojos inmensos--  y me tranquilizó: «Tú no te preocupes, que no te va a pasar nada.» Muy fácil decirlo cuando tienes todos los datos en la mano, pero pasé mis apuros para salir a pie enjuto de aquel atolladero.

Al final me fui de rositas, el cabo Muselina ni siquiera me había echado el ojo, de modo que tampoco fui detenido. Los compañeros del ramo de la Alimentación organizamos un comité de solidaridad con los heridos y detenidos. Mientras tanto había fracasado una ofensiva francesa en el Aisne y el frente europeo había vuelto a empantanarse en Verdún. El embotellamiento de divisiones y más divisiones en las trincheras de aquel degolladero provocó un colapso general en las comunicaciones. Todos los que tenían negocios pendientes en el conflicto, y en particular los comerciantes de armamento, los espías, los agentes dobles y triples, los estafadores y los arribistas, empezaron a moverse en círculos concéntricos, buscando lugares en los que establecer contactos discretos. La gran moda en ese terreno eran los balnearios. Los de fama mundial, como Baden Baden, Marienbad y Parapanda, empezaron a verse solicitadísimos. A principios del mes de septiembre, una selecta clientela abarrotaba las Leales Termas Parapandesas desde el vestíbulo hasta las guardillas. Teníamos allí al conde Rasputin, a Giacomo Casanova tercero, a Marcel Proust acompañando a la duquesa de Guermantes, al conde Cagliostro, a Lucia de Lamermoor, al barón Manfred von Bornemisza, al industrial Krupp,  al financiero barcelonés don Enric Oltra y a una bella y coqueta bailarina de danzas orientales más o menos desvestidas, que causó sensación en su primera representación en el Casino y que signó el libro de huéspedes del Hotel del Comercio con el nombre de Margaretha Zelle, aunque era universalmente conocida como Mata Hari.

Fue en aquel momento de plétora y de overbooking desmesurado cuando al coronel Aureliano Buendía se le ocurrió acampar en unos terrenos de las afueras de Parapanda, al frente de toda su Legión Colombiana. El coronel venía de completar una larga retirada estratégica, después de sufrir un revés importante en las guerras civiles de su país. La primera etapa de aquella retirada consistió en la travesía Guayaquil-Vladivostok, con una escuadra de guerra camuflada de flotilla pesquera. Luego había atravesado sucesivamente los continentes asiático y europeo y, ante la imposibilidad de cruzar Francia de este a oeste debido a la estabilización del frente, derivó hacia el sur y, sorteando los puntos más calientes de las hostilidades, fue inevitablemente a recalar en Parapanda. El destino lo empujaba, y yo decidí asociarme, para bien o para mal, a su destino.

Por aquellos entonces la ciudad cuatriarcada era ya una city, lo que se dice una city. Cuatro bancos: el Banco Financiero de Ultramar, el Banco de Inversiones de Parapanda, el Banco del Crédito Industrial y el Banco Agropecuario de Parapanda. Amén del Montepío de las Buenas Obras. Cinco prostíbulos. Setenta ateneos culturales. Catorce teatros. Tres casinos: el de los Gordos y la alta medianía; el de los Medianos fetén y el de los Medianicos. Los jambríos tenían su Casa del Pobretariado. La gente de muchos posibles de todo el planeta acudía a los ochenta balnearios. Ciento treinta y siete empresas desde las Artes blancas a la Metalurgia pasando por las dos fábricas de tabaco, que inmortalizaron la famosa chasca parapandesa que lucía en los chambaos con garbo inigualable. Setecientas ochenta tabernas y setenta y cinco cafeterías. Treinta y tres bandas de música y catorce masas corales. El cabo, el cabo primero, el cabo primero de la guardia civil fue ascendido a teniente, teniente coronel, teniente coronel de la guardia civil. La represión de aquel 18 de Agosto –que fue bautizada como la Jedionda— aceleró el escalafón del antiguo destripaterrones del cabo Muselina.

Tranco 8.- Sobre la organización científica del trabajo en Parapanda y su entorno

Digamos, pues, que las tropas acuarteladas, fuera de los cuatro arcos, del viejo Buendía sabían lo que hacían cuando acamparon en el campo de Parapanda, construyendo industriosas sus tiendas, a falta de lonas resistentes, con barro y cañabrava.  El coronel, dado que la caja del regimiento se encontraba prácticamente vacía, se echó al bolsillo las últimas reservas en metálico y me nombró ipso facto su asistente personal in voce, con el compromiso de confirmar el nombramiento en la siguiente orden del día, a dictar por la mañana inmediatamente después del toque de diana. A continuación me ordenó conducirle esa misma tarde al casino  de los Gordos. No lo había elegido por preferencias sociales, me aclaró, sino porque, si optaba por el de los medianicos, lo más a que podía aspirar era a reunir un puñado de reales, y aun algunos de ellos hábilmente falsificados. La Legión Colombiana necesitaba por el contrario buenos duros de plata, y en cantidad suficiente para subsistir en las duras circunstancias a las que había quedado reducida después de la larga retirada estratégica ya mencionada.

Hicimos Aureliano y yo nuestra entrada en el casino, ascendimos al piso principal por la escalinata de mármol resplandeciente y bajo la luz cegadora de las arañas que combinaban el cristal tallado de Murano y la delicada porcelana de Sèvres, una mano negligentemente apoyada en la magnífica balaustrada de bronce sobredorado diseñada por el Bernini; apartamos displicentes la regia cortina de terciopelo púrpura importada de Trebizonda, y penetramos en la saleta reservada, de muros pintados al fresco con alegorías de la Fortuna y el Amor, obra de Tiépolo el Joven. En aquel sancta sanctorum los Gordos más Gordos del mundo mundial distraían sus ocios con el juego de la ruleta. (Tiempos ingenuos, aquéllos. Desde mi contigüidad del Cosmos hoy veo que practican el mismo juego en la soledad de sus gabinetes, moviendo desde el ordenador o la tableta fichas de colores en las Bolsas de Frankfurt o de Singapur.)

Al avanzar hacia la mesa, mis ojos se cruzaron con dos faros de agua profunda y una voz conocida murmuró junto a mi oído:

- Si se te ofrece algo, ya sabes dónde me tienes.

No contesté a mi Parca Silvana –la de los ojos inmensos--  más que con un encogimiento de hombros. Mi mirada se desvió hacia el otro lado de la mesa de juego, donde doña Mata Hari había prendido la suya (su mirada, quiero decir) de la impecable apostura del coronel Buendía. La química rebosó; la iluminación discreta del garito pareció de pronto más brillante y más rosada. Las alegorías del Tiépolo exultaron en los muros y en los techos.

Junto a la conspicua semimundana, un individuo alto y flaco, de grandes bigotes, rostro curtido por la intemperie y mirada de águila, escudriñaba los saltos de la bolita de la ruleta en la mesa giratoria. Era el ingeniero yanqui Frederick Winslow Taylor. La noche anterior había dado una conferencia muy sonada en la tertulia del Avispón, en la que había mostrado su desdén por las condiciones laborales existentes en la infraestructura fabril parapandesa. Eso no era organización científica del trabajo ni era nada, dijo. Mencionó haber visto días atrás a un aprendiz de la fábrica de gaseosas La Perla que limpiaba con agua, jabón y un cepillo de mango largo los cascos de botella recuperados «moviendo lánguidamente el cepillo sin diligencia, sin energía, sin cronometraje, mientras canturreaba sotto voce la romanza L’amour est un oiseau blessé. ¿Cómo va a prosperar la industria con semejantes marmolillos?» El clásico sabihondo que infesta todas las tertulias le corrigió diciendo que el aprendiz en cuestión no se llamaba Marmolillo sino Cucurumbillo (en efecto, era yo, en actitud de reflexionar sobre el audaz paso de alistarme en la Legión). El ingeniero Taylor replicó que un orangután amaestrado lo habría hecho mucho mejor, y don Melquíades le preguntó dónde coño, con perdón, señor ingeniero, íbamos a encontrar orangutanes dispuestos para la labor. «¿Sabe usted lo que cuesta importar uno solo de esos animales?» Los ánimos se exaltaron. Acudió doña Gloria a limar asperezas con la bandeja de los bartolillos y el ingeniero arrambló de golpe con siete, se los llevó en montón a la boca y se los tragó sin masticar apenas. «Para qué buscar un orangután teniendo entre nosotros al ingeniero Taylor», ironizó don Agapito el boticario, pero su epigrama no fue escuchado por una concurrencia Avida Dollars de Gordos y Medianos emergentes, que consideraban al ingeniero solo un escalón (y para eso, un escalón bastante fino) por debajo de Dios Padre.

No en el curso de la conferencia, sino en una conversación privada con Melquíades Avispón, Mister Taylor se mostró también implacable con el desempeño de las pajilleras amateurs de las tapias del convento de los Trinitarios. «Con más conciencia y dedicación, y con el obligado control de cronometradores competentes, podrían acortar cada prestación en unos veinte segundos tirando por lo bajo, lo cual, supuesto un promedio de cuarenta actos al día, supondría un ahorro de tiempo de 13,3 minutos. El tiempo del bocadillo les saldría gratis, y ampliando en media hora la jornada de trabajo podrían atender a unos ocho clientes más, lo que daría un plus de satisfacción a la población masculina de Parapanda y a ellas les supondría un beneficio añadido, incluso contando con una rebaja de perra chica en el precio, de…»  A don Melquíades le daba vueltas la cabeza al imaginar los beneficios financieros virtuales de aquel supermercado de la cafichería.

Oído cocina: nadie debería achacarnos el vicio de la murmuración. Si sacamos a la luz pública tan vasta información es porque todos los sujetos reseñados han fenecido definitivamente. Lo que quiere decir que Muerte no se los llevó a cucurumbillo y, por lo tanto, no están en esta contigüidad del Cosmos. Fenecidos definitivamente están don Agapito y doña Gloria (con el consabido decremento de los bartolillos, que ella llamaba bartoluá), y definitivamente fenecido está don Federico Taylor, no sin antes dejar un enorme zurullo (que en Parapanda llamamos furullo y en otros lugares truño o ñordo, como corresponde a todo cagajón que se precie) en las mentes de todas las izquierdas que en Parapanda han sido. Todavía –insisto: no son murmuraciones—  me entra una revotación  al ver el retrato de don Federico en la sala de actos del casino de los Gordos, pintado con cierta guasa por Antonio López, que era forastero. Con cierta guasa porque el ingeniero tiene en la mano una botella de anís del Mono en clara alusión a lo que se dio en llamar el gorila amaestrado, aunque otros prefieren decir que es un chimpancé.  

Volvamos ahora nuestra atención a la sala de la ruleta en la ocasión antes señalada. Se cruzaron las miradas del coronel y la pelandusca, funcionó la química y en una esquina recatada del fumoir  una mano de nieve desgranó en aquel preciso momento las notas lánguidas de la Barcarola de Offenbach. Como en sueños, Mata Hari oyó las palabras desdeñosas que mascullaba el caballero que tenía a su lado, un rudo yanqui que ni siquiera se había quitado el sombrero Stetson al entrar en el templo del casino.


– El eje de la ruleta está descompensado por lo menos en 0,27 mm y la inclinación favorece las probabilidades de que la bola caiga en el 8 rojo o el 23 negro. ¡Vaya una estafa! En Detroit hacemos las cosas de muy distinta manera.

lunes, 9 de marzo de 2015

CAPÍTULO TERCERO




Tranco 5.- Una transacción forzada entre la Mitra y la Santísima Trinidad

Las fuerzas de la reacción –llamadas ojalateras por la totalidad de los jambríos, las tres cuartas partes de los medianicos y la mitad de los medianos--  estaban comandadas por el párroco don Senén, cura de olla y requesón, llamado por sus adversarios el cura Nevao, ya que la sotana y el manteo siempre estaban cubiertas de caspa. De tan singular mosén no sacaremos a relucir sus relaciones con la viuda de Máiquez. Son cosas que ya abordó un joven demagogo anticlerical, Vicentico Blasco Ibáñez, de manera vengativa. Aunque el tal Blasco no entró en lo verdaderamente esencial: el negro que le escribía no fue suficientemente informado sobre el particular. A saber, …

… cuando mi tita Mercedes señaló públicamente el chicoleo entre don Senén y la viuda del banderillero, un adversario del mismo partido ojalatero que el cura dio el soplo al obispado. Don Senén fue conminado a comparecer ante la Mitra, Monseñor Balbino Cisneros de Albornoz. 

La Mitra.--  Señor Cura, voces han sonado cerca del río Genil. Voces que hablan de sus relaciones concupiscentes con la viuda de aquel masonazo del banderillero. Así que…

Don Senén.— Mira Balbinico, no sigas por ahí. Porque, entonces, me obligas a explicar que, en el Seminario, no entendías el Misterio de la Santísima Trinidad.

La Mitra.--  Por el amor de Dios, Senencillo, no me pierdas…   

Y el pacto se hizo carne. La cosa acabó con un cambio de destino del párroco al Seminario provincial. Allí, hasta su deceso, explicaría las diferencias silogísticas entre el bárbara, darii y el celarent. Le fue excluido hablar de las relaciones entre Abelardo y Eloísa.  Don Senén se salvó de la suspensión a divinis y la Mitra se libró de un engorro. Un servidor al no participar en tan celebrado pacto se acogió a la famosa sentencia:  Pacta tertiis nec nocent nec prosunt. Gracias a ella ustedes están cabalmente informados de tan singular sucedido.

     
Por cierto que don Senén, enflaquecido por los ayunos prolongados y por las complejidades del celarent, cayó en la desesperación y entró en contacto clandestino con el grupo ácrata «A la redención por la bomba», que tenía su cuartel general en la sede de la Sacrosanta Cofradía de Carreteros Piadosos, puesta bajo la advocación del muy milagroso San Ginés de Pasamonte. En el boletín de «La Bomba» publicó bajo el seudónimo transparente “Senencillo” varios artículos venenosos en los que aludía vagamente a molleras coronadas de mitra en las que jamás se habían podido abrir paso los más sencillos misterios de la fe. Nunca, sin embargo, llegaron tales papelas a poder del obispo Balbino, por lo que la sangre no llegó al río Dílar.

Lo que no supo nunca el señor cura es que el chivatazo a la Mitra se fraguó en el interior de su propia guilda, en las filas ojalateras. La urdió el mismísimo Joselito, marqués de Maracena. Senén, con su rancia facundia hacía peligrar el poder de los gordos y –añadió--  el de la alta medianía. Era preciso pasar a lo que él mismo calificó como estrategia de altos vuelos. Y de esta guisa le habló a don Melquíades Avispón. «Mi querido amigo, le diré lo que pienso. En nuestra querida Parapanda se están moviendo muchas placas tectónicas. El tandem de ese teutón borrachín, ese tal Engels, y del banderillero Máiquez, la aparición de la /fábrica de gaseosas La Perla con su pobretariado militante, esa funesta manía de debatir y todas esas cosas anuncian, si no nos espabilamos, que nuestras relaciones de poder pueden fenecer. Ya no nos sirve el cura Nevao. Es preciso, mi querido don Melquíades dar un giro de ciento ochenta grados. Le propongo dos cosas: echar al Nevao al matadero y construir «el gran apaño» entre los gordos y la parte más próxima a nosotros, la alta medianía. Hay que dar facilidades al pobretariado para que se organice sindical y políticamente; es preciso, sobre todo, organizarnos en partidos políticos y … »

Don Melquíades cayó en deliquio. Eso era lo que él mismo pensaba, pero no se atrevía a proponerlo en el Casino de los Gordos. El marquesito siguió perorando: «Tendremos algunos problemas iniciales. Pero mire, mire usted en lontananza: con el tiempo se institucionalizarán y, cuando echen barriga, nos harán la competencia con nuestras mismas ideas, mi querido Avispón. Por lo tanto, todo lo someteremos a discusión, excepto el carácter sacral del Mercado. De ahí que estoy en correspondencia con don Wilfredo Pareto, ese italiano escuchimizado que estuvo en el balneario hace dos años  tomando las aguas. Sepa usted que le he encargado un teorema que demuestre que el Mercado tiene un origen divino, por lo que … »  A la media hora el «Gran trato» estaba ya firmado y rubricado por gordos y la alta medianía. Había nacido el primer partido parapandés, de nombre Augías: Asociación Unitaria de Gordos e Industriales  Asociados. La primera decisión –así consta en las investigaciones del doctor Javier Tíber--  fue preparar la defenestración del cura Nevao, cuyo brazo ejecutor fue (sin saber qué se ventilaba en todo ello) la cándida Merceditas.



Tranco 6.- Coqueteos del Menda con la Muerte


¿Puede un hombre enamorarse de la Muerte? No se precipite el lector en la respuesta, porque a mí me ocurrió. Era yo un rapaz adolescente, descarado y arisco, hábil en atinar con una pedrada certera un blanco colocado a quince pies de distancia. Una tarde, entre dos luces, bordeaba la tapia lateral del convento de los Trinitarios con un cazo en la mano para comprar leche en la vaquería de la otra esquina. La vi recostada en la tapia y la tomé por una de las pajilleras que frecuentaban el lugar a la salida de la fábrica de hilados, para redondear su magro estipendio laboral.

A esta no la conocía, y me gustó su aspecto. Le encontré un parecido indefinible a alguien. Muchos años después, ya muerto, supe a quién. Aquí en la contigüidad del Cosmos tienen por costumbre los jueves, después de repartirnos la merienda, pasarnos a los pensionistas un programa doble de celuloide rancio. Así llegué a saber que la Muerte precisa que yo conocí (no crean que sea la única; hay Muertes para todos los gustos) era clavadita a Silvana Mangano en Arroz amargo. Se había arremangado un poco la falda y trataba de detener con un dedo untado en saliva una carrera que se le había formado en la media. A ciertas edades, basta la visión de una rodilla torneada para provocar una revolución de las hormonas. Me planté delante de ella en dos saltos.

– ¿Cuánto? – pregunté, audaz. Ella me miró de soslayo.
– ¿Cuánto qué?

Apreté en el bolsillo las dos pesetas que llevaba. Me las había dado mi madre para la leche, y me temía que no iban a bastar.

– Una paja – murmuré, avergonzado de mí mismo. Ella rio.
– ¡Una paja, Pepito! – Suponiendo que Pepito fuera mi nombre, que no lo era. Pero ella me llamó por mi nombre real –. Te haré un completo gratis y podrás repetir si quieres, y luego si estás de acuerdo te llevaré a cucurumbillo a un sitio precioso y tranquilo que conozco yo sola.

Se me erizaron todos los pelos, e incluso aquellas partes del cuerpo que no estaban ya previamente erizadas.

– ¡La Parca! ¡Ánimas benditas, socorredme!

Mi invocación molestó a la fotocopia conforme de Silvana Mangano.
– No te hacen falta socorros, yo solo te llevo si tú estás de acuerdo. Hablamos entre personas civilizadas.

No estaba yo igual de seguro, y preferí dar largas.

– Me lo pienso un poco y le digo, doña. Vamos, si es asunto que no corre prisa.
– Ninguna – se encogió de hombros –. Ya nos iremos viendo y hablamos.

Dio media vuelta en dirección a la Alameda y yo corrí a la vaquería, que se hacía tarde. El corazón me daba saltos como si fuera un conejo atrapado en un cepo. ¡Vaya un compromiso! Tantas mujeres en el mundo, y yo había ido a enamorarme precisamente de la Muerte.

Su recuerdo me atenazaba cuando, el 2 de septiembre de 1917, decidí alistarme voluntario en la Legión Colombiana comandada por el heroico coronel Aureliano Buendía. Pensé que en el fragor de la guerra mi amada estaría mucho más cerca de mí que nunca, y en cambio yo me vería liberado del dilema de seguirla o no. Si una bala se me llevaba, la acompañaría montado a cucurumbillo a donde ella me llevase; si no, seguiría viviendo provisionalmente mi pasión desgarradora. 

domingo, 8 de marzo de 2015

CAPÍTULO QUINTO





Tranco 9.- Ruleta y tórrido idilio entre un militar y una casquivana

Se retiró Federico Taylor en dirección al ambigú, donde ofendió mortalmente a Antoñito Baylos, el barman, al declarar que el Frascuelo seco frappé era una porquería, y pedir en su lugar güisqui de garrafa. En la saleta, el coronel Aureliano sacó con aire dubitativo el modesto fajo de billetes que llevaba en el bolsillo de la casaca, y la media virtud corrió a situarse a su lado con una sonrisa cautivadora.

– ¿No hemos sido presentados antes, mi coronel?
– De haber sido así, lo recordaría – respondió galante Aureliano, con una respetuosa reverencia. Y juntando los tacones con un chasquido seco, añadió –: Coronel Aureliano Buendía, de Macondo. Para servirla, señorita…
– Margaretha Zelle, pero puede llamarme Mata Hari con toda confianza.

Se inclinó de nuevo el militar, y la ninfa equívoca señaló con descaro los billetes que llevaba él en la mano.

– ¿Me permite apostar por usted, coronel? Estoy segura de que le daré suerte.

Ya se ha dicho que Buendía llevaba consigo en aquel momento las ultimísimas reservas de la caja de la Legión; pero ni siquiera parpadeó en el trance. Era un caballero por encima de todo. Tendió los billetes a la furcia.

– Disponga de esta bagatela como guste, señora Mata Hari.

La horizontal hizo dos montones de igual tamaño y colocó uno al 8 rojo y el otro al 23 negro. Giró la ruleta, el instante se eternizó, temblaron levemente de aprensión en los veladores las luces indirectas que ponían en valor las alegorías del Tiépolo, la bolita se detuvo por fin, y el croupier cantó:

Vingt et trois, noir, passe.

Instantes después yo era el encargado de recoger y guardar ordenadamente en la faltriquera el aluvión de billetes, monedas y fichas que aseguraban la subsistencia de la Legión indomable de Macondo durante por lo menos los seis meses próximos. El coronel Aureliano se volvió a la bella bandarra:

– Le estoy infinitamente agradecido, madama Hari. ¿Me permite invitarla a alguna cosa?

– Justamente en eso estaba pensando yo – respondió la guarrindonga.
– ¿Tal vez una copa de champaña de la Veuve de Clicquot, helado?
– Yo más bien pensaba en otra cosa – retrucó la suripanta con un guiño salaz, mientras se abanicaba con intención los bajos.

Los dos se esfumaron detrás de las cortinas cómplices de uno de los reservados. Yo me quedé de plantón en el pasillo, custodiando la caja del regimiento.

Mucho se ha especulado sobre el encuentro de la bella guarrindonga con el coronel en aquel reservado del casino. Hasta Vicentico Blasco Ibáñez se vio estúpidamente obligado a armar la zapatiesta amarillenta en su periódico La mascletà.  Que si fueron cinco copulaciones entre el de Macondo y la Hari. Que si hubo otras filigranas eróticas. Que si pitos. Que si flautas. Que si naps, que si cols. Pero nada sabemos de cierto. Un solo dato podemos ofrecer al voraz lector: un servidor dejó puestos encima de la mesa dos docenas de suspiros de España, al terminar la entrevista no había rastro de ellos. El champagne, así mismo, estaba finiquitado.

Más tarde –muchos lustros más tarde--  nada más llegar a la contigüidad del Cosmos busqué al de Macondo. También Muerte se lo había llevado a cucurumbillo. Le pregunté por lo del casino con la Hari.

«Nada de particular», me dijo. «Le propuse que fuera la directora general del espionaje colombiano. Me contestó, poniendo la boca saritamontielmente, que le habían dicho que en Colombia hacía una calor muy pegajosa». «¿Y de lo otro, mi coronel?». Su respuesta: «Muy buenos los suspiros  de España, carajo».  

Tranco 10.- Consecuencias prácticas del punto de fusión de los futuribles

Es absolutamente necesario en este momento crítico de la narración hacer un inciso en lo que Kristeva ha denominado el “fluir evenemencial de los procesos concurrenciales”, y Poliakoff ha definido con mayor acuidad y concisión “la joda de costumbre”. Sé que tengo al lector pendiente del hilo del relato, pero no hay más moños que interrumpirlo para dar entrada a una aclaración sustancial para la comprensión adecuada de esta larga narración cuyo único valor es la verdad insobornable que gobierna todos sus pormenores hasta el más mínimo detalle, que ha sido evaluado y remirado con escrúpulo mil veces antes de ofrecerlo, en su expresión simple y desnuda de adorno ni embeleco alguno, al albedrío frívolo de un público voraz.

El caso es el siguiente. La poderosa colisión de las miradas, las voluntades y los estrógenos del coronel y la pizpireta, ocurrida aquella noche en el Casino, causó una perturbación perceptible en el clinamen o deriva de los átomos que componen el mundo físico según la teoría de Demócrito de Abdera, una barriada de chabolas de la vieja Parapanda. Dicha perturbación pasó prácticamente inadvertida en el mundo que rutinariamente hemos dado en llamar “real”, como si no hubiese otras realidades más allá de las tres míseras dimensiones que componen el cosmos según la inaceptable simplificación euclidiana.

En cambio, en la contigüidad del Cosmos a la que me vengo refiriendo en diversas ocasiones, y que en aquel momento yo no compartía todavía, la perturbación produjo un movimiento sísmico morrocotudo y la fusión de uno de los futuribles que aseguran el mantenimiento en niveles tolerables de la continuidad esencial de las coordenadas fisicoquímicas y ambientales. Mi tita Merceditas, que en aquel momento se encontraba en la parroquia de Santa Rita de Casia en trance de ofrecer un cirio encendido en el altar de la Beata Simone Weil (de los Weil de toda la vida) el segundo por la izquierda en la sucesión de los monumentos piadosos dedicados a los Grandes Beatos Heterodoxos, mi tita Merceditas digo, se vio de pronto sumida en la oscuridad, y con la cera fundida del cirio que sostenía goteándole por el brazo abajo. Dio grandes gritos pidiendo auxilio, pero nadie acudió a socorrerla hasta pasadas varias horas, cuando los técnicos hubieron reemplazado el futurible fundido por otro de fuerza equivalente.

Mi tita reclamó la dimisión del Gobierno por aquel percance, y hubo que recordarle que en nuestra contigüidad no existe gobierno y todos los asuntos, incluso los de trámite, se resuelven por votación a mano alzada. Mi tita replicó que una contigüidad sin Gobierno es una contigüidad de chichinabo, indigna del más mínimo respeto por parte de las personas decentes. Por dolorosa que me resulte la confesión, debo admitir que Merceditas llevaba en este pormenor toda la razón. La contigüidad del Cosmos que habito, nacida de la conjunción de varias conjeturas matemáticas que se expondrán en su momento, podrá ser muchas cosas, pero carece por completo de respetabilidad. Qué le vamos a hacer.

No es ese, sin embargo, el dato importante, sino más bien el hecho sobradamente conocido por los científicos sociales de que cuando se reemplaza un futurible por otro, por más parecidos que sean los dos, todo el fluir evenemencial, o sea la joda de costumbre, sufre una modificación del espacio/tiempo imperceptible al principio, pero que al paso de las leguas y de las horas se va acentuando hasta ocasionar una bifurcación sustancial en el trayecto histórico. Así pues, a todos los efectos el lector ha de ser consciente de que cuando el coronel Aureliano y yo regresamos al campamento de la Legión, a la mañana siguiente de los hechos que quedan descritos en el capítulo anterior, el paradigma había cambiado y los hechos empezaban a precipitarse en masa confusa en una dirección distinta. Las cosas son así, lo siento, no me lo he inventado yo.


Quede amarrado el lector a la tumbona turquesca para estar informado al detalle de toda una serie de acontecimientos principales que hasta la presente ciertos intereses bastardos han ocultado. O, mejor dicho, han pretendido ocultar, porque en Parapanda  --bien al calor del hogar o de la mesa camilla, bien a la fresca veraniega cuando la tarde languidece y renace la sombra--  los acontecimientos que oirás eran narrados de abuelos a nietos y de nietos a los nietos de sus nietos. 

sábado, 7 de marzo de 2015

CAPÍTULO SEXTO



Tranco 11.- Ante el pelotón de fusilamiento 

El de Macondo y un servidor regresamos al campamento a media mañana, ambos con ojeras debidas al poco sueño, si bien nuestros dos insomnios habían sido de muy distinta calidad. El clarín había tocado puntualmente la diana varias horas atrás, y la orden del día correspondiente había sido leída sin incorporar mi nombramiento oficial. El cual, debido a los vericuetos del destino que de inmediato se explicarán, nunca había de tener lugar, con consecuencias profundas para mi porvenir.

El coronel Buendía entró en su choza de campaña, se desabotonó la guerrera, se salpicó la cara con agua de una jofaina, se secó cuidadosamente y, vuelto hacia la palangana como se encontraba, me interpeló.

– Supongo que recuerdas el nombre de la señora con la que he pasado la noche.
– Sí, mi coronel. La señora Mata Hari, mi coronel.
– Bien, confieso que yo lo había olvidado. – Este extremo, como comprenderá fácilmente el lector, habría sido inexplicable sin el suceso del futurible fundido ya relatado. El coronel prosiguió –: La cortesía más elemental me obliga a hacerle un regalo. ¿Qué te parece un costurero?
– Muy apropiado, mi coronel.
– En efecto. Ve de inmediato al sargento furriel, entrégale nuestras ganancias de la ruleta y descuenta de ellas cuatro pesetas que te llevarás para comprarle a esa señora un costurero en la mejor tienda de la ciudad. ¡Ah! Pasa antes por las cocinas a desayunar, y dile a un ordenanza que me traiga a mi tienda un café fuerte, un vaso limpio y una botella de ese anisado que fabrican aquí.
– Anís Frascuelo, mi coronel.
          En efecto. Seco. Y que no falten los famosos tejeringos que hacen las Pimpollicas.

Cumplí a rajatabla las órdenes y me presenté en la habitación 127 del Gran Hotel Comercial con el mejor costurero de raso pajizo que conseguí encontrar en el emporio de don Melquíades por cuatro pesetas. Resultó que la perturbación del espacio/tiempo había tenido en la casquivana el efecto contrario que en el militar: ella era toda suspiros y melancolía, y cuando vio el costurero se echó a llorar.

– ¡Un costurero! Yo jamás he enhebrado una aguja. Ya veo lo que significo para ese ingrato. Se comporta conmigo como un cochero.

– Nada de eso, señora. Como un gitano legítimo – encomié yo a mi coronel.

Pero mis palabras no le sirvieron de consuelo. Me pidió que esperara unos minutos, acabó de escribir unos papeles que tenía extendidos sobre el escritorio, suspiró varias veces como si se le partiera el corazón (en efecto, se le había partido; tales curiosos efectos tienen ciertas perturbaciones cósmicas en vísceras que uno juzgaría a primera vista más endurecidas) y  declaró en un rapto de lirismo:
– Si no pongo remedio a mis males, temo que me aguarden cien años de soledad. He de tomar una determinación de una vez por todas. Pasado mañana zarpa del gran puerto de Parapanda el paquebote Lusitania. Reservaré un pasaje en primera clase a Brest, y desde allí marcharé a París para tener una entrevista con el cabrón con pintas. Un último favor te pido, querido asistente de mi gran y único amor: lleva estos dos despachos a la oficina de telégrafos para que sean enviados a sus destinatarios con marchamo «Confidencial y Urgente».

Yo tomé los despachos, y algunas monedas añadidas, sin decir nada. Me habría gustado preguntarle quién era el “cabrón con pintas”, pero no me atreví. Me enteré más tarde por la prensa: el general, luego mariscal, Pétain. Mata Hari se presentó en efecto en París y el zafarrancho que se armó a puerta cerrada entre ella y aquel gran capullo debió de superar con creces lo ocurrido entre Dempsey y Carpentier cuatro años más tarde. Ella sabía lo que se jugaba y con quién. El jodío cabruno la hizo detener y firmó sin que le temblara el pulso la sentencia de muerte. Mata Hari fue fusilada contra un desmonte en Vincennes, el 15 de octubre de 1917. Ante el pelotón de fusilamiento, evocó aquella vez en que por primera vez sus padres la llevaron a ver el hielo. Tuvo un último recuerdo para Aureliano, y una lágrima furtiva asomó al rabillo de su ojo derecho al tiempo que enviaba un beso volado al pelotón de hombres que en ese momento apretaban el gatillo de sus mosquetones, al tiempo que recordaba aquel paseo en dromedario junto a su amado, el banderillero Paco Mairena, Paquiro.  

Todavía tuvo tiempo de interpelar a la humanidad con un grito profético: «Aut Parapanda aut nihil».  

El parte oficial informó al mundo entero, no con lenguaje administrativo sino alfajóricamente poético, del fusilamiento. Lo firmaba el capitán Desmoulins: «A las cinco del alba, a las cinco en punto del alba, la sangre derramada de Mademoiselle Hari ha regado los campos de Francia. El fusilero la mira, mira; el fusilero la está mirando desde el monte, gato garduño, con su mosquetón de nardos». Y a las cinco, a las cinco en punto del alba, desde los Puertos de Cabra hasta el llano de Benamejí voces de muerte sonaron  a la vera del Genil. Lloraron los maestrantes y el capote de grana y oro del Niño de la Palma. Y hasta los toros de Guisando mugieron hartos de pisar la jara. En Parapanda, calle de Elvira –do habitan las manolas—los crespones se disfrazaron de macetas para no infundir sospechas. Y las niñas de la ciudad cuatriarcada jugaban a pizpirigañas cantando: “Ay Pétain, Pétain, Pétain / no eres un tío fetén”.    

Tranco 12.- A la revolución por el telegrama

Yo no podía saber los nubarrones de tragedia que se arremolinaban sobre la bella que me despidió, en un sugerente negligé, a la puerta de la habitación 127 del Gran Hotel Comercial. Pero sí intuí que debía actuar con discreción en relación con los papeles “urgentes y confidenciales” que me había confiado. De modo que en la oficina de telégrafos no recurrí al servilón de don Tarsicio, sino que le hice una seña a Chusmito, el aprendiz, para hacer un aparte con él. Chusmito y yo formábamos parte de la Secretaría Ejecutiva de la Sección de Jóvenes del Sindicato Unitario y de Clase de Parapanda. Para ser precisos, Chusmito y yo constituíamos entre los dos el pleno de la tal Secretaría.

Yo no tenía por qué haber leído esos papeles, pero cuando Chusmito empezó a telegrafiarlos durante el descanso del bocadillo de don Tarsicio, dio un largo silbido y me dijo: «¡Compañero, esto es dinamita!» De modo que los leí. El primero, al que di poca importancia por mi desconocimiento del fondo del asunto, iba dirigido a Erich Friedrich Wilhelm Ludendorff, generalquartiermeister, Alto Estado Mayor alemán, Verdún. Rogaba al militar que buscara a fondo en el listado de los hombres de las divisiones bajo su mando a un cabo, un simple cabo, llamado Adolfo Hisler, o Hiller, o Hilter, y lo hiciera fusilar con la mayor urgencia y bajo cualquier pretexto. Las últimas palabras, desde “fusilar”, estaban subrayadas dos veces. El mensaje concluía con las palabras “Por la salud de Alemania y del mundo.” Me extrañó tanto énfasis, pero el nombre del cabo en cuestión no me decía nada. Será un asunto de amores contrariados, pensé. Del curso posterior de los acontecimientos se desprende que Ludendorff no atendió a la sensata sugerencia que se le hizo.

Lo que Chusmito había llamado “dinamita” era el segundo informe, dirigido al ciudadano V.I. Ulianov, Petrogrado, Rusia. Se trataba de un informe pormenorizado del proceso de preparación, las alianzas en firme y en prospección, los objetivos, los métodos, las consignas, las fechas probables y los nombres de los dirigentes principales de una revolución social en perspectiva para Parapanda. Se incluían planos de la ciudad con flechas y círculos que indicaban algunos objetivos seleccionados: la Casa Municipal, la Diputación, los cuarteles, los bancos, la radio, las redacciones de los periódicos, y la propia oficina de telégrafos. Se describía la situación explosiva de los jambríos del campo y su progresivo entendimiento con las vanguardias de la clase obrera jambría de las fábricas del cinturón industrial parapandés; el resurgimiento del movimiento sindical después de la represión de la Jedionda, los repetidos llamamientos a una huelga general política, y la campaña general de agitación de masas, que contaba a su favor con la creciente sensibilización del bajo clero, con mención particular de una fracción exaltada de nombre Eclesiásticos Energuménicos, dirigida por un tal Senén “el Rojo” con el respaldo de la Viuda de Máiquez. Era un documento completísimo; había pormenores que ni yo mismo conocía, a pesar de llevar en Parapanda toda mi vida, mientras que la estancia de Mata Hari en la ciudad no llegaba aún a las dos semanas.

– Oye, ese Ulianov ¿es de fiar? – me preguntó Chusmito, un poco acojonao. Y yo:
– Es Lenin, hombre. De nombre de guerra el Calvo.
          Ah, bueno.

Lo cierto es que “nuestra” revolución social se desencadenó por sorpresa y triunfó casi sin lucha en Parapanda el mismísimo mes de octubre de 1917, en un alarde de coordinación, disciplina y civismo bajo el lema “Mira cómo se me ha puesto er deo” [Look the finger] como rezaban las pancartas, lábaros y pendones diseñados por aquel Frasquito Puerto, auténtico cabecilla de aquella insurgencia nacional—popular. No hubo más derramamiento de sangre que la del esfínter anal del obispo don Balbino, porque el bestia de Senén el Rojo se desentendió del control del Banco Hipotecario que le había sido asignado, tomó por asalto el Palacio Episcopal, sacó a rastras al monseñor de la clausura de las monjas donde se había escondido disfrazado con hábito y toca, y le metió un bastón por el culo al grito de «¡Toma ya santísima trinidad!» El Comité de Salvación Pública que se hizo cargo del gobierno de la ciudad a la conclusión de tan solo cinco exaltantes jornadas de lucha, condenó sin paliativos la bárbara venganza del exclaustrado Senén; el juez le impuso una dura condena de prisión, y don Balbino fue repuesto al frente de su sede, aunque durante unos meses le fue imposible tomar asiento de una manera normal.

… Y todo empezó a moverse vertiginosamente, especialmente en tascas y tabernas, posadas y pensiones: el turismo de voyeurismo político acudió en masa –artistas, intelectuales, escribidores, banderilleros, talabarteros y el politologiado de allende y aquende la mar serena— para conocer el cambio de base. Todos ellos mostraron su sorpresa por lo insólito de que un Frasquito Puerto, al frente de Vayamos a pollas, una organización de nuevo estilo, fuera el auténtico conductor de la insurgencia; su mismo lema –Look the finger— había dejado claro el sintagma entre el ojo que mira la Luna y el dedo que la señala, una bella metáfora que captó a la primera de cambio aquel Rafaelito Alberti tras haberse echado al coleto media botella de anís Frascuelo (seco). La «vieja política» con los liderazgos antañones –Chusquito y yo mismo--  no tuvo más remedio que hacer de acompañamiento de las mesnadas de Frasquito, ya motejado por propios y extraños Macho Alfa.  


En cambio, paradojas –hay quien las llama parajodas-- de la vida, en Rusia la revolución se atascó. El Ejército Rojo liderado por Trotski fue derrotado en la que sería conocida como batalla de las Colinas del Vodka, Kerenski se reafirmó al frente de una república burguesa y el partido bolchevique se vio constreñido a constituirse como minoría parlamentaria en la Duma. Años después, ya muerto Lenin, ocupó la secretaría general un tal José Stalin. Parapanda era ya para entonces el faro esplendente del cambio de base en el mundo, después de superar con solvencia el cerco agresivo de las potencias aliadas, pero el tal Stalin se erigió en defensor de la llamada teoría del policentrismo y argumentó el ascenso al poder de las fuerzas progresistas en función de las condiciones peculiares de cada país; algo que fue conocido popularmente como “rusocomunismo”. No obstante, en ninguno de los comicios subsiguientes consiguió apoyo popular más allá de un techo del 12%.