Tranco 7.- El año de
la revolución
Aquel año de 1917 avanzó dando
tumbos de un lado para otro como si el destino se hubiera emborrachado hasta el
punto de perder el control de sus actos. En abril entraron los Estados Unidos
en la guerra europea y don Melquíades, que era germanófilo, rugió en su
tertulia: “¡Ya nos volvió Lincoln a joder la marrana!”, ignorando que el
presidente que le jeringó a su padre los pingües beneficios de la trata
africana al abolir la esclavitud, no era el mismo que tomaba ahora las armas
contra los imperios centrales.
Luego estalló la revolución en
Rusia, y los prusianos vieron aliviada la presión que sufrían cuando las
divisiones zaristas se retiraron en dirección este para afrontar las amenazas
en la retaguardia. “¡Ese Lenin ha sido inspirado por el Espíritu Santo!”,
entonaron a coro don Melquíades y Senencillo mientras Maracena, más longimirante,
torcía el gesto previendo dificultades por el lado de las fuerzas emergentes.
En agosto estalló la huelga general convocada por los sindicatos CNT y UGT. El
marqués de Maracena se apresuró a declararse partidario de la reforma agraria,
afirmando: «Entre lo que tengo y lo que me corresponde…». Don Melquíades
ofreció un donativo (raquítico) para la caja de resistencia del sindicato. En
Parapanda se nos subió el éxito a la cabeza. El día 18 desfilamos por toda la Alameda hasta la plaza de la Constitución , y
cantamos el Trágala delante de la puerta del Ayuntamiento. Yo llevaba cosido a
la camisa el emblema de la CNT
y llevaba en alto la bandera roja y negra. Desde el día primero de junio
formaba parte orgullosa del pobretariado de la fábrica de gaseosas, que había
ampliado plantilla para poder atender a la demanda urgente de las trincheras
tanto francesas como alemanas, en aquel verano tórrido y todos teníamos los
sobacos más amarados que el entrenador Camacho.
Al final me fui de rositas, el cabo
Muselina ni siquiera me había echado el ojo, de modo que tampoco fui detenido.
Los compañeros del ramo de la
Alimentación organizamos un comité de solidaridad con los
heridos y detenidos. Mientras tanto había fracasado una ofensiva francesa en el
Aisne y el frente europeo había vuelto a empantanarse en Verdún. El
embotellamiento de divisiones y más divisiones en las trincheras de aquel
degolladero provocó un colapso general en las comunicaciones. Todos los que
tenían negocios pendientes en el conflicto, y en particular los comerciantes de
armamento, los espías, los agentes dobles y triples, los estafadores y los
arribistas, empezaron a moverse en círculos concéntricos, buscando lugares en
los que establecer contactos discretos. La gran moda en ese terreno eran los
balnearios. Los de fama mundial, como Baden Baden, Marienbad y Parapanda,
empezaron a verse solicitadísimos. A principios del mes de septiembre, una
selecta clientela abarrotaba las Leales Termas Parapandesas desde el vestíbulo
hasta las guardillas. Teníamos allí al conde Rasputin, a Giacomo Casanova
tercero, a Marcel Proust acompañando a la duquesa de Guermantes, al conde
Cagliostro, a Lucia de Lamermoor, al barón Manfred von Bornemisza, al
industrial Krupp, al financiero barcelonés
don Enric Oltra y a una bella y coqueta bailarina de danzas orientales más o
menos desvestidas, que causó sensación en su primera representación en el
Casino y que signó el libro de huéspedes del Hotel del Comercio con el nombre
de Margaretha Zelle, aunque era universalmente conocida como Mata Hari.
Fue en aquel momento de plétora y
de overbooking desmesurado cuando al coronel Aureliano Buendía se le ocurrió
acampar en unos terrenos de las afueras de Parapanda, al frente de toda su
Legión Colombiana. El coronel venía de completar una larga retirada
estratégica, después de sufrir un revés importante en las guerras civiles de su
país. La primera etapa de aquella retirada consistió en la travesía
Guayaquil-Vladivostok, con una escuadra de guerra camuflada de flotilla
pesquera. Luego había atravesado sucesivamente los continentes asiático y europeo
y, ante la imposibilidad de cruzar Francia de este a oeste debido a la
estabilización del frente, derivó hacia el sur y, sorteando los puntos más
calientes de las hostilidades, fue inevitablemente a recalar en Parapanda. El
destino lo empujaba, y yo decidí asociarme, para bien o para mal, a su destino.
Por aquellos entonces
la ciudad cuatriarcada era ya una city, lo que se dice una city. Cuatro bancos:
el Banco Financiero de Ultramar, el Banco de Inversiones de Parapanda, el Banco
del Crédito Industrial y el Banco Agropecuario de Parapanda. Amén del Montepío
de las Buenas Obras. Cinco prostíbulos. Setenta ateneos culturales. Catorce
teatros. Tres casinos: el de los Gordos y la alta medianía; el de los Medianos
fetén y el de los Medianicos. Los jambríos tenían su Casa del Pobretariado. La
gente de muchos posibles de todo el planeta acudía a los ochenta balnearios.
Ciento treinta y siete empresas desde las Artes blancas a la Metalurgia pasando por
las dos fábricas de tabaco, que inmortalizaron la famosa chasca parapandesa que
lucía en los chambaos con garbo inigualable. Setecientas ochenta tabernas y
setenta y cinco cafeterías. Treinta y tres bandas de música y catorce masas
corales. El cabo, el cabo primero, el cabo primero de la guardia civil fue
ascendido a teniente, teniente coronel, teniente coronel de la guardia civil.
La represión de aquel 18 de Agosto –que fue bautizada como la Jedionda — aceleró el
escalafón del antiguo destripaterrones del cabo Muselina.
Tranco 8.- Sobre la
organización científica del trabajo en Parapanda y su entorno
Digamos, pues, que las
tropas acuarteladas, fuera de los cuatro arcos, del viejo Buendía sabían lo que
hacían cuando acamparon en el campo de Parapanda, construyendo industriosas sus
tiendas, a falta de lonas resistentes, con barro y cañabrava. El coronel,
dado que la caja del regimiento se encontraba prácticamente vacía, se echó al
bolsillo las últimas reservas en metálico y me nombró ipso facto su asistente
personal in voce, con el compromiso
de confirmar el nombramiento en la siguiente orden del día, a dictar por la
mañana inmediatamente después del toque de diana. A continuación me ordenó
conducirle esa misma tarde al casino de los Gordos. No lo había elegido
por preferencias sociales, me aclaró, sino porque, si optaba por el de los
medianicos, lo más a que podía aspirar era a reunir un puñado de reales, y aun
algunos de ellos hábilmente falsificados. La Legión Colombiana
necesitaba por el contrario buenos duros de plata, y en cantidad suficiente
para subsistir en las duras circunstancias a las que había quedado reducida
después de la larga retirada estratégica ya mencionada.
Hicimos Aureliano y yo
nuestra entrada en el casino, ascendimos al piso principal por la escalinata de
mármol resplandeciente y bajo la luz cegadora de las arañas que combinaban el
cristal tallado de Murano y la delicada porcelana de Sèvres, una mano
negligentemente apoyada en la magnífica balaustrada de bronce sobredorado
diseñada por el Bernini; apartamos displicentes la regia cortina de terciopelo
púrpura importada de Trebizonda, y penetramos en la saleta reservada, de muros
pintados al fresco con alegorías de la Fortuna y el Amor, obra de Tiépolo el Joven. En
aquel sancta sanctorum los Gordos más Gordos del mundo mundial distraían sus
ocios con el juego de la ruleta. (Tiempos ingenuos, aquéllos. Desde mi
contigüidad del Cosmos hoy veo que practican el mismo juego en la soledad de
sus gabinetes, moviendo desde el ordenador o la tableta fichas de colores en
las Bolsas de Frankfurt o de Singapur.)
Al avanzar hacia la
mesa, mis ojos se cruzaron con dos faros de agua profunda y una voz conocida
murmuró junto a mi oído:
- Si se te ofrece algo,
ya sabes dónde me tienes.
No contesté a mi Parca
Silvana –la de los ojos inmensos-- más
que con un encogimiento de hombros. Mi mirada se desvió hacia el otro lado de
la mesa de juego, donde doña Mata Hari había prendido la suya (su mirada,
quiero decir) de la impecable apostura del coronel Buendía. La química rebosó;
la iluminación discreta del garito pareció de pronto más brillante y más rosada.
Las alegorías del Tiépolo exultaron en los muros y en los techos.
Junto a la conspicua
semimundana, un individuo alto y flaco, de grandes bigotes, rostro curtido por
la intemperie y mirada de águila, escudriñaba los saltos de la bolita de la
ruleta en la mesa giratoria. Era el ingeniero yanqui Frederick Winslow Taylor.
La noche anterior había dado una conferencia muy sonada en la tertulia del
Avispón, en la que había mostrado su desdén por las condiciones laborales
existentes en la infraestructura fabril parapandesa. Eso no era organización
científica del trabajo ni era nada, dijo. Mencionó haber visto días atrás a un
aprendiz de la fábrica de gaseosas La
Perla que limpiaba con agua, jabón y un cepillo de mango
largo los cascos de botella recuperados «moviendo lánguidamente el cepillo sin
diligencia, sin energía, sin cronometraje, mientras canturreaba sotto voce la
romanza L’amour est un oiseau blessé.
¿Cómo va a prosperar la industria con semejantes marmolillos?» El clásico
sabihondo que infesta todas las tertulias le corrigió diciendo que el aprendiz
en cuestión no se llamaba Marmolillo sino Cucurumbillo (en efecto, era yo, en
actitud de reflexionar sobre el audaz paso de alistarme en la Legión ). El ingeniero
Taylor replicó que un orangután amaestrado lo habría hecho mucho mejor, y don
Melquíades le preguntó dónde coño, con perdón, señor ingeniero, íbamos a
encontrar orangutanes dispuestos para la labor. «¿Sabe usted lo que cuesta
importar uno solo de esos animales?» Los ánimos se exaltaron. Acudió doña
Gloria a limar asperezas con la bandeja de los bartolillos y el ingeniero
arrambló de golpe con siete, se los llevó en montón a la boca y se los tragó
sin masticar apenas. «Para qué buscar un orangután teniendo entre nosotros al
ingeniero Taylor», ironizó don Agapito el boticario, pero su epigrama no fue
escuchado por una concurrencia Avida
Dollars de Gordos y Medianos emergentes, que consideraban al ingeniero solo
un escalón (y para eso, un escalón bastante fino) por debajo de Dios Padre.
No en el curso de la
conferencia, sino en una conversación privada con Melquíades Avispón, Mister
Taylor se mostró también implacable con el desempeño de las pajilleras amateurs
de las tapias del convento de los Trinitarios. «Con más conciencia y
dedicación, y con el obligado control de cronometradores competentes, podrían
acortar cada prestación en unos veinte segundos tirando por lo bajo, lo cual,
supuesto un promedio de cuarenta actos al día, supondría un ahorro de tiempo de
13,3 minutos. El tiempo del bocadillo les saldría gratis, y ampliando en media
hora la jornada de trabajo podrían atender a unos ocho clientes más, lo que
daría un plus de satisfacción a la población masculina de Parapanda y a ellas
les supondría un beneficio añadido, incluso contando con una rebaja de perra
chica en el precio, de…» A don Melquíades le daba vueltas la cabeza al
imaginar los beneficios financieros virtuales de aquel supermercado de la
cafichería.
Oído cocina: nadie
debería achacarnos el vicio de la murmuración. Si sacamos a la luz pública tan
vasta información es porque todos los sujetos reseñados han fenecido
definitivamente. Lo que quiere decir que Muerte no se los llevó a cucurumbillo
y, por lo tanto, no están en esta contigüidad del Cosmos. Fenecidos
definitivamente están don Agapito y doña Gloria (con el consabido decremento de
los bartolillos, que ella llamaba bartoluá), y definitivamente fenecido
está don Federico Taylor, no sin antes dejar un enorme zurullo (que en
Parapanda llamamos furullo y en otros lugares truño o ñordo, como corresponde a
todo cagajón que se precie) en las mentes de todas las izquierdas que en
Parapanda han sido. Todavía –insisto: no son murmuraciones— me entra una
revotación al ver el retrato de don Federico en la sala de actos del
casino de los Gordos, pintado con cierta guasa por Antonio López, que era
forastero. Con cierta guasa porque el ingeniero tiene en la mano una botella de
anís del Mono en clara alusión a lo que se dio en llamar el gorila amaestrado,
aunque otros prefieren decir que es un chimpancé.
Volvamos ahora nuestra
atención a la sala de la ruleta en la ocasión antes señalada. Se cruzaron las
miradas del coronel y la pelandusca, funcionó la química y en una esquina
recatada del fumoir una mano de
nieve desgranó en aquel preciso momento las notas lánguidas de la Barcarola de Offenbach.
Como en sueños, Mata Hari oyó las palabras desdeñosas que mascullaba el
caballero que tenía a su lado, un rudo yanqui que ni siquiera se había quitado
el sombrero Stetson al entrar en el templo del casino.
– El eje de la ruleta
está descompensado por lo menos en 0,27 mm y la inclinación favorece las
probabilidades de que la bola caiga en el 8 rojo o el 23 negro. ¡Vaya una
estafa! En Detroit hacemos las cosas de muy distinta manera.
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