jueves, 12 de marzo de 2015

CAPÍTULO PRIMERO






Nota aclaratoria


Delante tienes, feroz lector, este relato tan verídico como que el Sol se pone por Parapanda. Es la historia de dos insurgencias populares: la primera devino en derrota, la segunda en la victoria más grande que han visto los siglos pasados, presentes y esperan ver los venideros. Un servidor de ustedes encontró este mecanoscrito en la alacena de casa con una nota autógrafa que, de manera imperativa, decía “con el ruego de publicación”. Las apariencias indican, no obstante, que podría ser cosa de Pepico Cucurumbillo, un dirigente parapandés contemporáneo de los acontecimientos que se narran. No es esta, empero, la opinión del profesor Javier Tíber quien documentadamente expone que «los análisis de la estética de las formas me llevan a pensar que es cosa de Paco Pepe Rodríguez López».  Por otra parte, el profesor Mateu Carayo afirma que «Tíber podría ser el autor de este relato». En todo caso, ambos afamados historiadores afirman que lo relatado se corresponde históricamente con los hechos históricos de esta historia tan historiada. Que este blog irá publicando por entregas.



Tranco 1.- Cosas de la tita Merceditas

Una hora antes de morirme estaba completamente en forma, y de golpe y porrazo la Muerte se me llevó a cucurumbillo. Según me dijeron es cosa de familia. A mis tatarabuelos y bisabuelos, a mis abuelos y mis padres les pasó tres cuartos de lo mismo: en el momento menos pensado ¡zas! se los llevaba la Muerte, también a cucurumbillo. Como es natural, estas cosas de familia daban mucho que hablar en Parapanda. El caso que provocó más corrillos y bullebulles – hasta la ocasión del suceso mucho más espectacular que me había de ocurrir a mí mismo y que me dispongo a relatar en estas cuartillas – había sido el de mi tía abuela por parte de padre doña María de las Mercedes, soltera y meapilas por vicio más que por vocación, y conspicua asistente a los triduos, novenas, roperos y demás sesiones pías del beaterio local. Merceditas, como se la seguía llamando a pesar de sus ochenta y ocho primaveras algo ajadas pero sorprendentemente bien llevadas, olía a cirio pascual, según la docta opinión de la tertulia que reunía a las fuerzas vivas de la inteligencia local en la trastienda del emporio comercial de don Melquíades Avispón, donde su señora doña Gloria servía en persona a los esclarecidos circunstantes bartolillos de crema y piononos auténticos de Santa Fe de la Vega, en una bandeja de plata de ley bruñida primorosamente para la ocasión, y dándose aires de Madama de Sevigné gracias al escaso francés aprendido a su meteórico paso por el colegio de las monjas teresianas de la capital provincial.

– ¿’Ancor’ un bartoluá, mi querido Agapito? – preguntaba por ejemplo al boticario, con un dengue gracioso y un guiño de ojos irresistible para el interpelado, que se derretía por los adentros y devoraba el bartolillo con la misma ansia febril con la que se habría lanzado, de no mediar la figura estólida y patricia del marido y cacique local, a mordisquear el albo escote de la patrona.

Pues bien, en estas que Merceditas un domingo del florido mes de María, en plena misa de doce, con el templo abarrotado de fieles y mientras el mosén se explayaba en un sermón inspirado en el significado trascendental de la jaculatoria “Rosa mistica”, se levantó de pronto de su reclinatorio e interpeló al celebrante con voz natural aunque con cierta severidad en el tono:

– Menos florilegios y más decencia, don Senén, repare en lo que habré de contestar cuando me pregunten allá arriba por lo suyo con la viuda de Máiquez.
Señaló la beata con el dedo la bóveda de crucería de la muy ilustre colegiata de Parapanda, que según se afirma en un docto volumen de arqueología local escrito por el señor marqués de Maracena, fue erigida en el mismísimo ‘Seicento’ (Joselito de Maracena jamás contó los siglos a la española por no considerarlo de buen tono) según trazas del Paladio traídas de contrabando al país por un ancestro tronera del propio marqués, que después de correrse una exigente juerga con tres máscaras en el carnaval de Venecia, se hizo con los planos gracias a un golpe de suerte con los dados, al desplumar en un garito de los bajos fondos de Mantua a un abate marsellés de nombre Montecristo, o tal vez Montecitorio, que en ese extremo tenía duda el señor marqués.

Señaló, pues, Merceditas la bóveda egregia y cayó redonda al suelo con el dedo aún apuntando a lo alto. Cadáver. La de la guadaña la había segado de un tajo fulminante y se la había llevado consigo a cucurumbillo. Don Senén aprovechó la coyuntura óptima para alegar que el Todopoderoso había fulminado a la beata por sus calumnias maliciosas, pero todo el mundo sabía ya de corrido que la Juana, viuda del banderillero Máiquez, estaba de buena esperanza, y no por obra y gracia del Espíritu Santo. Jacobo Máiquez, peón de confianza del diestro sevillano Lagartijo Chico, había muerto el año anterior de resultas de la cornada que le infligió el toro Juguetón, un pablorromero que dio en canal 732 kilos, en el coso de la Maestranza de Sevilla, cuando intentaba colocar al morlaco un par de rehiletes al quiebro. El percance afligió tanto al maestro Lagartijo que le provocó una espantá monumental, de modo que el marrajo hubo de ser devuelto a los corrales después de los tres avisos reglamentarios. Y desde aquella fecha marcada con un crespón negro en la historia de la tauromaquia, don Senén se había preocupado de prodigar con insistente esmero su poderoso auxilio espiritual a la desconsolada.

Lo repentino del fallecimiento de Merceditas dio para muchas hablillas no solo en la misma Parapanda sino en toda la Vega, e incluso provocó que el señor obispo interviniera y enviara a la diócesis a un nuevo párroco, pálido, gafoso, de voz atiplada y melindres de gato faldero, poco propicio a los goces ocultos bajo los faldones de las mesas camilla de las salas de recibir de las casonas blasonadas de la Alameda de Parapanda. Y don Senén, por su parte, fue castigado a dar clases de latín y de teología en el seminario conciliar, famoso por las penitencias y los ayunos prolongados más allá del cumplimiento estricto del deber que, debido a la falta de presupuesto, enflaquecían las carnes así de los profesores como de los catecúmenos, que venían a ser los retoños menos avispados de los cabreros de las tierras de secano de las serranías circundantes.

Huelga decir que también a doña Merceditas se la llevó Muerte a cucurumbillo, y no hace falta decir que el día antes estaba tan de buen ver que se metió entre pecho y espalda media docenica de piononos con sus correspondientes copitas de anís Frascuelo (eso sí, dulce) mientras ojeaba parsimoniosamente la última novela de don Rafael Pérez y Pérez, el genio de Cuatretondeta.   

Tranco 2.- La memoria social de Parapanda y el cuadernillo de Neper

Debe quedar contundentemente claro que si referimos estos pormenores no es por darle un tono comercialmente amarillo a este relato tan verídico como substancioso. Se hace porque lo exige lo que el boticario don Agapito llamaba la «memoria social de Parapanda». Porque la memoria histórica de la ciudad quedaba reservada a los grandes acontecimientos que iban desde el ab urbe condita hasta el gran mitin de don Fernando de los Rios pasando por la estancia de Federico Engels (a quien don Agapito llamaba El General) que vino al balneario a tomar las aguas. O el cuadernillo de apuntes que Neper se dejó olvidado en la posada explicando su construcción de los logaritmos que, por ello, fueron bautizados por el boticario como «neperianos».

Esta ruptura entre memoria social y memoria histórica fue discutida, siempre con aspavientos irascibles, por la historiografía local: ¿qué era eso de quebrar la relación entre lo social y lo gratuitamente histórico referido sólo a las grandes efemérides?; ¿a santo de qué era más importante que Engels escribiera su Anti Dühring en Parapanda que el recital de La Niña de los Peines cantando Che faró la mia Euridice  y Renata Tebaldi  que se lució con Los campanilleros por la madrugá?  Todavía, después de que Muerte se me llevara a cucurumbillo, viviendo en la contigüidad del Cosmos, observo cómo, airados hasta la extenuación, siguen discutiendo los seguidores del boticario y los secuaces de la escuela revisionista de Parapanda.

Tomemos como ejemplo de los vericuetos de la dialéctica social el asunto del ya aludido John Neper, para unos un visitante ilustre de los fastos parapandeses y para otros un alma de cántaro, o peor aún, un ‘saborío’, como lo calificó la Dulzaina, laborante habitual del meublé de doña Rosita, después de un encuentro íntimo. El gran Neper fue convocado a defender sus logaritmos en la tertulia de Avispón frente a un contrincante temible, don Nicasio Salomó, catedrático de matemáticas del instituto y pertinaz defensor de la superioridad del maestro Pitágoras de Samos sobre toda la matemática pasada, presente y venidera. No se explicó bien Neper, quizá porque se le había extraviado su cuaderno de notas en la posada (lenguas de doble filo sostuvieron más tarde que no fue en la posada sino entre las sábanas de la Dulzaina), o quizá por el tosco acento escocés cerrado con el que maltrataba la dulce fabla parapandesa. Don Melquíades Avispón, ese oráculo de las huestes conservadoras, concluyó displicente al finalizar la reñida controversia que los tales logaritmos eran gabinas de cochero, y que ninguno de ellos podía compararse con la renta anual que dejan unos bonos de la deuda pública al cinco por ciento, con el aval del Estado por añadidura.

Y sin embargo, la tenue chispa encendida por Neper fue a prender de forma inesperada en tierras lejanas. Arcadi Bonamusa, viajante de comercio catalán que se encontraba en el emporio Avispón aquella tarde con la intención de vender unos paños mataronenses de los que era representante oficial, y que por sobra de tiempo y no saber qué hacer de su persona se quedó a la plática, de vuelta a su Maresme natal empezó a propagar entre amigos y conocidos los prodigios que había escuchado. El siguiente Ú de Maig, en la bella localidad costera de Pineda de Marx una larga comitiva de irreductibles obreros del Ram de l’Aigua, de la fábrica Costa i Llobera, desfiló portando una gran pancarta en la que podía leerse: «Volem Logaritmes Neperians Ara, I Sense Retallar.» Arrastrada en volandas por los torbellinos de un azar caprichoso, la semilla del matemático escocés había encontrado tierra propicia donde fructificar.

Arcadi Bonamusa era pariente lejano de mis abuelos paternos, y durante sus estancias parapandesas se alojó siempre en la casa familiar que aún sigue en pie, en el paseo Montgolfier (hoy Avenida Willi Brandt) esquina a la Bibarrambla, que tomaría años más tarde el bello nombre de Ronda de la Svolta de Salerno. Bonamusa quedó muy admirado, en el curso de sus visitas, por la firme determinación de mi abuela Catalina de resistirse a los intentos de la Parca de llevársela a cucurumbillo.

– ¡Quita allá, indina! – la oyó dar voces un día de mucha calor, a la hora de la siesta. Se asomó a la alcoba de mi abuela y la vio en camisón, esgrimiendo una sombrilla de indiana con la que daba violentos zurriagazos al aire –. ¡Se creerá esta tunanta que voy a dejarme engatusar!

Algunos años más tarde, sin embargo, cuando ya Arcadi no ejercía de representante, y formaba parte del jurado de la empresa téxtil Herederos de J. Costa i Prenafeta (antes Llobera), mi abuela Catalina finalizó una pasada con hilo verde para un mantel de complicado dibujo floral en el que llevaba empleados más de tres meses de labor, dejó clavados con esmero los alfileres para que no se deshiciera la vuelta recién concluida, se puso en pie con un suspiro, dijo a la nada que la rodeaba:

– Está bien, tú ganas, no me has convencido pero todo sea por no discutir.

Y se dejó caer cuan larga era en el suelo de baldosines relucientes después del encerado que les había dado la misma mañana Angustias, una moza de Iznájar que otra cosa no tendría, decía siempre mi abuela Catalina, pero lo que es limpia, era limpia como los chorros del oro.

Así fue como Muerte se llevó también a mi abuela. A cucurumbillo, a pesar de las resistencias.
                 







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