Tranco 11.- Ante el pelotón de fusilamiento
El de Macondo y un
servidor regresamos al campamento a media mañana, ambos con ojeras debidas al
poco sueño, si bien nuestros dos insomnios habían sido de muy distinta calidad.
El clarín había tocado puntualmente la diana varias horas atrás, y la orden del
día correspondiente había sido leída sin incorporar mi nombramiento oficial. El
cual, debido a los vericuetos del destino que de inmediato se explicarán, nunca
había de tener lugar, con consecuencias profundas para mi porvenir.
El coronel Buendía
entró en su choza de campaña, se desabotonó la guerrera, se salpicó la cara con
agua de una jofaina, se secó cuidadosamente y, vuelto hacia la palangana como
se encontraba, me interpeló.
– Supongo que recuerdas
el nombre de la señora con la que he pasado la noche.
– Sí, mi coronel. La
señora Mata Hari, mi coronel.
– Bien, confieso que yo
lo había olvidado. – Este extremo, como comprenderá fácilmente el lector,
habría sido inexplicable sin el suceso del futurible fundido ya relatado. El
coronel prosiguió –: La cortesía más elemental me obliga a hacerle un regalo.
¿Qué te parece un costurero?
– Muy apropiado, mi
coronel.
– En efecto. Ve de
inmediato al sargento furriel, entrégale nuestras ganancias de la ruleta y
descuenta de ellas cuatro pesetas que te llevarás para comprarle a esa señora
un costurero en la mejor tienda de la ciudad. ¡Ah! Pasa antes por las cocinas a
desayunar, y dile a un ordenanza que me traiga a mi tienda un café fuerte, un
vaso limpio y una botella de ese anisado que fabrican aquí.
– Anís Frascuelo, mi coronel.
–
En efecto. Seco. Y que no falten los
famosos tejeringos que hacen las Pimpollicas.
Cumplí a rajatabla las
órdenes y me presenté en la habitación 127 del Gran Hotel Comercial con el
mejor costurero de raso pajizo que conseguí encontrar en el emporio de don
Melquíades por cuatro pesetas. Resultó que la perturbación del espacio/tiempo
había tenido en la casquivana el efecto contrario que en el militar: ella era
toda suspiros y melancolía, y cuando vio el costurero se echó a llorar.
– ¡Un costurero! Yo jamás
he enhebrado una aguja. Ya veo lo que significo para ese ingrato. Se comporta
conmigo como un cochero.
– Nada de eso, señora.
Como un gitano legítimo – encomié yo a mi coronel.
Pero mis palabras no le
sirvieron de consuelo. Me pidió que esperara unos minutos, acabó de escribir
unos papeles que tenía extendidos sobre el escritorio, suspiró varias veces
como si se le partiera el corazón (en efecto, se le había partido; tales
curiosos efectos tienen ciertas perturbaciones cósmicas en vísceras que uno juzgaría
a primera vista más endurecidas) y
declaró en un rapto de lirismo:
– Si no pongo remedio a
mis males, temo que me aguarden cien años de soledad. He de tomar una
determinación de una vez por todas. Pasado mañana zarpa del gran puerto de
Parapanda el paquebote Lusitania.
Reservaré un pasaje en primera clase a Brest, y desde allí marcharé a París
para tener una entrevista con el cabrón con pintas. Un último favor te pido,
querido asistente de mi gran y único amor: lleva estos dos despachos a la
oficina de telégrafos para que sean enviados a sus destinatarios con marchamo
«Confidencial y Urgente».
Yo tomé los despachos,
y algunas monedas añadidas, sin decir nada. Me habría gustado preguntarle quién
era el “cabrón con pintas”, pero no me atreví. Me enteré más tarde por la
prensa: el general, luego mariscal, Pétain. Mata Hari se presentó en efecto en
París y el zafarrancho que se armó a puerta cerrada entre ella y aquel gran
capullo debió de superar con creces lo ocurrido entre Dempsey y Carpentier cuatro
años más tarde. Ella sabía lo que se jugaba y con quién. El jodío cabruno la
hizo detener y firmó sin que le temblara el pulso la sentencia de muerte. Mata
Hari fue fusilada contra un desmonte en Vincennes, el 15 de octubre de 1917.
Ante el pelotón de fusilamiento, evocó aquella vez en que por primera vez sus
padres la llevaron a ver el hielo. Tuvo un último recuerdo para Aureliano, y
una lágrima furtiva asomó al rabillo de su ojo derecho al tiempo que enviaba un
beso volado al pelotón de hombres que en ese momento apretaban el gatillo de
sus mosquetones, al tiempo que recordaba aquel paseo en dromedario junto a su
amado, el banderillero Paco Mairena, Paquiro.
Todavía tuvo tiempo de
interpelar a la humanidad con un grito profético: «Aut Parapanda aut nihil».
El parte oficial
informó al mundo entero, no con lenguaje administrativo sino alfajóricamente poético,
del fusilamiento. Lo firmaba el capitán Desmoulins: «A las cinco del alba, a
las cinco en punto del alba, la sangre derramada de Mademoiselle Hari ha regado
los campos de Francia. El fusilero la mira, mira; el fusilero la está mirando
desde el monte, gato garduño, con su mosquetón de nardos». Y a las cinco, a las
cinco en punto del alba, desde los Puertos de Cabra hasta el llano de Benamejí
voces de muerte sonaron a la vera del Genil. Lloraron los maestrantes y
el capote de grana y oro del Niño de la Palma. Y hasta los toros de Guisando mugieron
hartos de pisar la jara. En Parapanda, calle de Elvira –do habitan las
manolas—los crespones se disfrazaron de macetas para no infundir sospechas. Y
las niñas de la ciudad cuatriarcada jugaban a pizpirigañas cantando: “Ay
Pétain, Pétain, Pétain / no eres un tío fetén”.
Tranco 12.- A la
revolución por el telegrama
Yo no podía saber los
nubarrones de tragedia que se arremolinaban sobre la bella que me despidió, en
un sugerente negligé, a la puerta de la habitación 127 del Gran Hotel
Comercial. Pero sí intuí que debía actuar con discreción en relación con los
papeles “urgentes y confidenciales” que me había confiado. De modo que en la
oficina de telégrafos no recurrí al servilón de don Tarsicio, sino que le hice
una seña a Chusmito, el aprendiz, para hacer un aparte con él. Chusmito y yo
formábamos parte de la
Secretaría Ejecutiva de la Sección de Jóvenes del Sindicato Unitario y de
Clase de Parapanda. Para ser precisos, Chusmito y yo constituíamos entre los
dos el pleno de la tal Secretaría.
Yo no tenía por qué
haber leído esos papeles, pero cuando Chusmito empezó a telegrafiarlos durante
el descanso del bocadillo de don Tarsicio, dio un largo silbido y me dijo:
«¡Compañero, esto es dinamita!» De modo que los leí. El primero, al que di poca
importancia por mi desconocimiento del fondo del asunto, iba dirigido a Erich
Friedrich Wilhelm Ludendorff, generalquartiermeister,
Alto Estado Mayor alemán, Verdún. Rogaba al militar que buscara a fondo en
el listado de los hombres de las divisiones bajo su mando a un cabo, un simple
cabo, llamado Adolfo Hisler, o Hiller, o Hilter, y lo hiciera fusilar con la
mayor urgencia y bajo cualquier pretexto. Las últimas palabras, desde
“fusilar”, estaban subrayadas dos veces. El mensaje concluía con las palabras
“Por la salud de Alemania y del mundo.” Me extrañó tanto énfasis, pero el
nombre del cabo en cuestión no me decía nada. Será un asunto de amores
contrariados, pensé. Del curso posterior de los acontecimientos se desprende
que Ludendorff no atendió a la sensata sugerencia que se le hizo.
Lo que Chusmito había
llamado “dinamita” era el segundo informe, dirigido al ciudadano V.I. Ulianov,
Petrogrado, Rusia. Se trataba de un informe pormenorizado del proceso de
preparación, las alianzas en firme y en prospección, los objetivos, los
métodos, las consignas, las fechas probables y los nombres de los dirigentes
principales de una revolución social en perspectiva para Parapanda. Se incluían
planos de la ciudad con flechas y círculos que indicaban algunos objetivos
seleccionados: la Casa
Municipal , la
Diputación , los cuarteles, los bancos, la radio, las
redacciones de los periódicos, y la propia oficina de telégrafos. Se describía
la situación explosiva de los jambríos del campo y su progresivo entendimiento
con las vanguardias de la clase obrera jambría de las fábricas del cinturón
industrial parapandés; el resurgimiento del movimiento sindical después de la
represión de la Jedionda ,
los repetidos llamamientos a una huelga general política, y la campaña general
de agitación de masas, que contaba a su favor con la creciente sensibilización
del bajo clero, con mención particular de una fracción exaltada de nombre
Eclesiásticos Energuménicos, dirigida por un tal Senén “el Rojo” con el respaldo
de la Viuda de
Máiquez. Era un documento completísimo; había pormenores que ni yo mismo
conocía, a pesar de llevar en Parapanda toda mi vida, mientras que la estancia
de Mata Hari en la ciudad no llegaba aún a las dos semanas.
– Oye, ese Ulianov ¿es de fiar? – me
preguntó Chusmito, un poco acojonao. Y yo:
– Es Lenin, hombre. De nombre de guerra
el Calvo.
–
Ah, bueno.
Lo cierto es que “nuestra” revolución social se desencadenó por sorpresa y
triunfó casi sin lucha en Parapanda el mismísimo mes de octubre de 1917, en un
alarde de coordinación, disciplina y civismo bajo el lema “Mira cómo se me ha
puesto er deo” [Look the finger] como rezaban las pancartas, lábaros y pendones
diseñados por aquel Frasquito Puerto, auténtico cabecilla de aquella insurgencia
nacional—popular. No hubo más derramamiento de sangre que la del esfínter anal
del obispo don Balbino, porque el bestia de Senén el Rojo se desentendió del
control del Banco Hipotecario que le había sido asignado, tomó por asalto el
Palacio Episcopal, sacó a rastras al monseñor de la clausura de las monjas
donde se había escondido disfrazado con hábito y toca, y le metió un bastón por
el culo al grito de «¡Toma ya santísima trinidad!» El Comité de Salvación
Pública que se hizo cargo del gobierno de la ciudad a la conclusión de tan solo
cinco exaltantes jornadas de lucha, condenó sin paliativos la bárbara venganza
del exclaustrado Senén; el juez le impuso una dura condena de prisión, y don
Balbino fue repuesto al frente de su sede, aunque durante unos meses le fue
imposible tomar asiento de una manera normal.
… Y todo empezó a moverse vertiginosamente, especialmente en tascas y
tabernas, posadas y pensiones: el turismo de voyeurismo político acudió en masa
–artistas, intelectuales, escribidores, banderilleros, talabarteros y el
politologiado de allende y aquende la mar serena— para conocer el cambio de
base. Todos ellos mostraron su sorpresa por lo insólito de que un Frasquito
Puerto, al frente de Vayamos a pollas, una organización de nuevo
estilo, fuera el auténtico conductor de la insurgencia; su mismo lema –Look the
finger— había dejado claro el sintagma entre el ojo que mira la Luna y el dedo que la señala,
una bella metáfora que captó a la primera de cambio aquel Rafaelito Alberti
tras haberse echado al coleto media botella de anís Frascuelo (seco). La «vieja
política» con los liderazgos antañones –Chusquito y yo mismo-- no tuvo
más remedio que hacer de acompañamiento de las mesnadas de Frasquito, ya
motejado por propios y extraños Macho Alfa.
En cambio, paradojas –hay quien las llama parajodas-- de la vida, en Rusia
la revolución se atascó. El Ejército Rojo liderado por Trotski fue derrotado en
la que sería conocida como batalla de las Colinas del Vodka, Kerenski se
reafirmó al frente de una república burguesa y el partido bolchevique se vio
constreñido a constituirse como minoría parlamentaria en la Duma. Años después, ya
muerto Lenin, ocupó la secretaría general un tal José Stalin. Parapanda era ya
para entonces el faro esplendente del cambio de base en el mundo, después de
superar con solvencia el cerco agresivo de las potencias aliadas, pero el tal
Stalin se erigió en defensor de la llamada teoría del policentrismo y argumentó
el ascenso al poder de las fuerzas progresistas en función de las condiciones
peculiares de cada país; algo que fue conocido popularmente como
“rusocomunismo”. No obstante, en ninguno de los comicios subsiguientes
consiguió apoyo popular más allá de un techo del 12%.
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