sábado, 7 de marzo de 2015

CAPÍTULO SEXTO



Tranco 11.- Ante el pelotón de fusilamiento 

El de Macondo y un servidor regresamos al campamento a media mañana, ambos con ojeras debidas al poco sueño, si bien nuestros dos insomnios habían sido de muy distinta calidad. El clarín había tocado puntualmente la diana varias horas atrás, y la orden del día correspondiente había sido leída sin incorporar mi nombramiento oficial. El cual, debido a los vericuetos del destino que de inmediato se explicarán, nunca había de tener lugar, con consecuencias profundas para mi porvenir.

El coronel Buendía entró en su choza de campaña, se desabotonó la guerrera, se salpicó la cara con agua de una jofaina, se secó cuidadosamente y, vuelto hacia la palangana como se encontraba, me interpeló.

– Supongo que recuerdas el nombre de la señora con la que he pasado la noche.
– Sí, mi coronel. La señora Mata Hari, mi coronel.
– Bien, confieso que yo lo había olvidado. – Este extremo, como comprenderá fácilmente el lector, habría sido inexplicable sin el suceso del futurible fundido ya relatado. El coronel prosiguió –: La cortesía más elemental me obliga a hacerle un regalo. ¿Qué te parece un costurero?
– Muy apropiado, mi coronel.
– En efecto. Ve de inmediato al sargento furriel, entrégale nuestras ganancias de la ruleta y descuenta de ellas cuatro pesetas que te llevarás para comprarle a esa señora un costurero en la mejor tienda de la ciudad. ¡Ah! Pasa antes por las cocinas a desayunar, y dile a un ordenanza que me traiga a mi tienda un café fuerte, un vaso limpio y una botella de ese anisado que fabrican aquí.
– Anís Frascuelo, mi coronel.
          En efecto. Seco. Y que no falten los famosos tejeringos que hacen las Pimpollicas.

Cumplí a rajatabla las órdenes y me presenté en la habitación 127 del Gran Hotel Comercial con el mejor costurero de raso pajizo que conseguí encontrar en el emporio de don Melquíades por cuatro pesetas. Resultó que la perturbación del espacio/tiempo había tenido en la casquivana el efecto contrario que en el militar: ella era toda suspiros y melancolía, y cuando vio el costurero se echó a llorar.

– ¡Un costurero! Yo jamás he enhebrado una aguja. Ya veo lo que significo para ese ingrato. Se comporta conmigo como un cochero.

– Nada de eso, señora. Como un gitano legítimo – encomié yo a mi coronel.

Pero mis palabras no le sirvieron de consuelo. Me pidió que esperara unos minutos, acabó de escribir unos papeles que tenía extendidos sobre el escritorio, suspiró varias veces como si se le partiera el corazón (en efecto, se le había partido; tales curiosos efectos tienen ciertas perturbaciones cósmicas en vísceras que uno juzgaría a primera vista más endurecidas) y  declaró en un rapto de lirismo:
– Si no pongo remedio a mis males, temo que me aguarden cien años de soledad. He de tomar una determinación de una vez por todas. Pasado mañana zarpa del gran puerto de Parapanda el paquebote Lusitania. Reservaré un pasaje en primera clase a Brest, y desde allí marcharé a París para tener una entrevista con el cabrón con pintas. Un último favor te pido, querido asistente de mi gran y único amor: lleva estos dos despachos a la oficina de telégrafos para que sean enviados a sus destinatarios con marchamo «Confidencial y Urgente».

Yo tomé los despachos, y algunas monedas añadidas, sin decir nada. Me habría gustado preguntarle quién era el “cabrón con pintas”, pero no me atreví. Me enteré más tarde por la prensa: el general, luego mariscal, Pétain. Mata Hari se presentó en efecto en París y el zafarrancho que se armó a puerta cerrada entre ella y aquel gran capullo debió de superar con creces lo ocurrido entre Dempsey y Carpentier cuatro años más tarde. Ella sabía lo que se jugaba y con quién. El jodío cabruno la hizo detener y firmó sin que le temblara el pulso la sentencia de muerte. Mata Hari fue fusilada contra un desmonte en Vincennes, el 15 de octubre de 1917. Ante el pelotón de fusilamiento, evocó aquella vez en que por primera vez sus padres la llevaron a ver el hielo. Tuvo un último recuerdo para Aureliano, y una lágrima furtiva asomó al rabillo de su ojo derecho al tiempo que enviaba un beso volado al pelotón de hombres que en ese momento apretaban el gatillo de sus mosquetones, al tiempo que recordaba aquel paseo en dromedario junto a su amado, el banderillero Paco Mairena, Paquiro.  

Todavía tuvo tiempo de interpelar a la humanidad con un grito profético: «Aut Parapanda aut nihil».  

El parte oficial informó al mundo entero, no con lenguaje administrativo sino alfajóricamente poético, del fusilamiento. Lo firmaba el capitán Desmoulins: «A las cinco del alba, a las cinco en punto del alba, la sangre derramada de Mademoiselle Hari ha regado los campos de Francia. El fusilero la mira, mira; el fusilero la está mirando desde el monte, gato garduño, con su mosquetón de nardos». Y a las cinco, a las cinco en punto del alba, desde los Puertos de Cabra hasta el llano de Benamejí voces de muerte sonaron  a la vera del Genil. Lloraron los maestrantes y el capote de grana y oro del Niño de la Palma. Y hasta los toros de Guisando mugieron hartos de pisar la jara. En Parapanda, calle de Elvira –do habitan las manolas—los crespones se disfrazaron de macetas para no infundir sospechas. Y las niñas de la ciudad cuatriarcada jugaban a pizpirigañas cantando: “Ay Pétain, Pétain, Pétain / no eres un tío fetén”.    

Tranco 12.- A la revolución por el telegrama

Yo no podía saber los nubarrones de tragedia que se arremolinaban sobre la bella que me despidió, en un sugerente negligé, a la puerta de la habitación 127 del Gran Hotel Comercial. Pero sí intuí que debía actuar con discreción en relación con los papeles “urgentes y confidenciales” que me había confiado. De modo que en la oficina de telégrafos no recurrí al servilón de don Tarsicio, sino que le hice una seña a Chusmito, el aprendiz, para hacer un aparte con él. Chusmito y yo formábamos parte de la Secretaría Ejecutiva de la Sección de Jóvenes del Sindicato Unitario y de Clase de Parapanda. Para ser precisos, Chusmito y yo constituíamos entre los dos el pleno de la tal Secretaría.

Yo no tenía por qué haber leído esos papeles, pero cuando Chusmito empezó a telegrafiarlos durante el descanso del bocadillo de don Tarsicio, dio un largo silbido y me dijo: «¡Compañero, esto es dinamita!» De modo que los leí. El primero, al que di poca importancia por mi desconocimiento del fondo del asunto, iba dirigido a Erich Friedrich Wilhelm Ludendorff, generalquartiermeister, Alto Estado Mayor alemán, Verdún. Rogaba al militar que buscara a fondo en el listado de los hombres de las divisiones bajo su mando a un cabo, un simple cabo, llamado Adolfo Hisler, o Hiller, o Hilter, y lo hiciera fusilar con la mayor urgencia y bajo cualquier pretexto. Las últimas palabras, desde “fusilar”, estaban subrayadas dos veces. El mensaje concluía con las palabras “Por la salud de Alemania y del mundo.” Me extrañó tanto énfasis, pero el nombre del cabo en cuestión no me decía nada. Será un asunto de amores contrariados, pensé. Del curso posterior de los acontecimientos se desprende que Ludendorff no atendió a la sensata sugerencia que se le hizo.

Lo que Chusmito había llamado “dinamita” era el segundo informe, dirigido al ciudadano V.I. Ulianov, Petrogrado, Rusia. Se trataba de un informe pormenorizado del proceso de preparación, las alianzas en firme y en prospección, los objetivos, los métodos, las consignas, las fechas probables y los nombres de los dirigentes principales de una revolución social en perspectiva para Parapanda. Se incluían planos de la ciudad con flechas y círculos que indicaban algunos objetivos seleccionados: la Casa Municipal, la Diputación, los cuarteles, los bancos, la radio, las redacciones de los periódicos, y la propia oficina de telégrafos. Se describía la situación explosiva de los jambríos del campo y su progresivo entendimiento con las vanguardias de la clase obrera jambría de las fábricas del cinturón industrial parapandés; el resurgimiento del movimiento sindical después de la represión de la Jedionda, los repetidos llamamientos a una huelga general política, y la campaña general de agitación de masas, que contaba a su favor con la creciente sensibilización del bajo clero, con mención particular de una fracción exaltada de nombre Eclesiásticos Energuménicos, dirigida por un tal Senén “el Rojo” con el respaldo de la Viuda de Máiquez. Era un documento completísimo; había pormenores que ni yo mismo conocía, a pesar de llevar en Parapanda toda mi vida, mientras que la estancia de Mata Hari en la ciudad no llegaba aún a las dos semanas.

– Oye, ese Ulianov ¿es de fiar? – me preguntó Chusmito, un poco acojonao. Y yo:
– Es Lenin, hombre. De nombre de guerra el Calvo.
          Ah, bueno.

Lo cierto es que “nuestra” revolución social se desencadenó por sorpresa y triunfó casi sin lucha en Parapanda el mismísimo mes de octubre de 1917, en un alarde de coordinación, disciplina y civismo bajo el lema “Mira cómo se me ha puesto er deo” [Look the finger] como rezaban las pancartas, lábaros y pendones diseñados por aquel Frasquito Puerto, auténtico cabecilla de aquella insurgencia nacional—popular. No hubo más derramamiento de sangre que la del esfínter anal del obispo don Balbino, porque el bestia de Senén el Rojo se desentendió del control del Banco Hipotecario que le había sido asignado, tomó por asalto el Palacio Episcopal, sacó a rastras al monseñor de la clausura de las monjas donde se había escondido disfrazado con hábito y toca, y le metió un bastón por el culo al grito de «¡Toma ya santísima trinidad!» El Comité de Salvación Pública que se hizo cargo del gobierno de la ciudad a la conclusión de tan solo cinco exaltantes jornadas de lucha, condenó sin paliativos la bárbara venganza del exclaustrado Senén; el juez le impuso una dura condena de prisión, y don Balbino fue repuesto al frente de su sede, aunque durante unos meses le fue imposible tomar asiento de una manera normal.

… Y todo empezó a moverse vertiginosamente, especialmente en tascas y tabernas, posadas y pensiones: el turismo de voyeurismo político acudió en masa –artistas, intelectuales, escribidores, banderilleros, talabarteros y el politologiado de allende y aquende la mar serena— para conocer el cambio de base. Todos ellos mostraron su sorpresa por lo insólito de que un Frasquito Puerto, al frente de Vayamos a pollas, una organización de nuevo estilo, fuera el auténtico conductor de la insurgencia; su mismo lema –Look the finger— había dejado claro el sintagma entre el ojo que mira la Luna y el dedo que la señala, una bella metáfora que captó a la primera de cambio aquel Rafaelito Alberti tras haberse echado al coleto media botella de anís Frascuelo (seco). La «vieja política» con los liderazgos antañones –Chusquito y yo mismo--  no tuvo más remedio que hacer de acompañamiento de las mesnadas de Frasquito, ya motejado por propios y extraños Macho Alfa.  


En cambio, paradojas –hay quien las llama parajodas-- de la vida, en Rusia la revolución se atascó. El Ejército Rojo liderado por Trotski fue derrotado en la que sería conocida como batalla de las Colinas del Vodka, Kerenski se reafirmó al frente de una república burguesa y el partido bolchevique se vio constreñido a constituirse como minoría parlamentaria en la Duma. Años después, ya muerto Lenin, ocupó la secretaría general un tal José Stalin. Parapanda era ya para entonces el faro esplendente del cambio de base en el mundo, después de superar con solvencia el cerco agresivo de las potencias aliadas, pero el tal Stalin se erigió en defensor de la llamada teoría del policentrismo y argumentó el ascenso al poder de las fuerzas progresistas en función de las condiciones peculiares de cada país; algo que fue conocido popularmente como “rusocomunismo”. No obstante, en ninguno de los comicios subsiguientes consiguió apoyo popular más allá de un techo del 12%. 

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