Tranco 5.- Una transacción forzada
entre la Mitra
y la Santísima
Trinidad
Las fuerzas de la reacción –llamadas ojalateras por la totalidad de los
jambríos, las tres cuartas partes de los medianicos y la mitad de los
medianos-- estaban comandadas por el
párroco don Senén, cura de olla y requesón, llamado por sus adversarios el cura
Nevao, ya que la sotana y el manteo siempre estaban cubiertas de caspa. De tan
singular mosén no sacaremos a relucir sus relaciones con la viuda de Máiquez. Son
cosas que ya abordó un joven demagogo anticlerical, Vicentico Blasco Ibáñez, de
manera vengativa. Aunque el tal Blasco no entró en lo verdaderamente esencial:
el negro que le escribía no fue
suficientemente informado sobre el particular. A saber, …
… cuando mi tita Mercedes señaló
públicamente el chicoleo entre don Senén y la viuda del banderillero, un
adversario del mismo partido ojalatero que el cura dio el soplo al obispado.
Don Senén fue conminado a comparecer ante la Mitra , Monseñor Balbino Cisneros de
Albornoz.
Don Senén.— Mira Balbinico, no sigas por
ahí. Porque, entonces, me obligas a explicar que, en el Seminario, no entendías
el Misterio de la
Santísima Trinidad.
Y el pacto se hizo carne. La cosa acabó
con un cambio de destino del párroco al Seminario provincial. Allí, hasta su
deceso, explicaría las diferencias silogísticas entre el bárbara, darii y el
celarent. Le fue excluido hablar de las relaciones entre Abelardo y
Eloísa. Don Senén se salvó de la
suspensión a divinis y la Mitra
se libró de un engorro. Un servidor al no participar en tan celebrado pacto se
acogió a la famosa sentencia: Pacta tertiis nec nocent nec
prosunt. Gracias a ella ustedes están cabalmente informados de tan
singular sucedido.
Por
cierto que don Senén, enflaquecido por los ayunos prolongados y por las
complejidades del celarent, cayó en la desesperación y entró en contacto
clandestino con el grupo ácrata «A la redención por la bomba», que tenía su
cuartel general en la sede de la Sacrosanta Cofradía de Carreteros Piadosos,
puesta bajo la advocación del muy milagroso San Ginés de Pasamonte. En el
boletín de «La Bomba »
publicó bajo el seudónimo transparente “Senencillo” varios artículos venenosos
en los que aludía vagamente a molleras coronadas de mitra en las que jamás se
habían podido abrir paso los más sencillos misterios de la fe. Nunca, sin
embargo, llegaron tales papelas a poder del obispo Balbino, por lo que la
sangre no llegó al río Dílar.
Lo que no
supo nunca el señor cura es que el chivatazo a la Mitra se fraguó en el
interior de su propia guilda, en las filas ojalateras. La urdió el mismísimo
Joselito, marqués de Maracena. Senén, con su rancia facundia hacía peligrar el
poder de los gordos y –añadió-- el de la
alta medianía. Era preciso pasar a lo que él mismo calificó como estrategia de
altos vuelos. Y de esta guisa le habló a don Melquíades Avispón. «Mi querido
amigo, le diré lo que pienso. En nuestra querida Parapanda se están moviendo
muchas placas tectónicas. El tandem de ese teutón borrachín, ese tal Engels, y
del banderillero Máiquez, la aparición de la /fábrica de gaseosas La Perla con su pobretariado
militante, esa funesta manía de debatir y todas esas cosas anuncian, si no nos
espabilamos, que nuestras relaciones de poder pueden fenecer. Ya no nos sirve
el cura Nevao. Es preciso, mi querido don Melquíades dar un giro de ciento
ochenta grados. Le propongo dos cosas: echar al Nevao al matadero y construir
«el gran apaño» entre los gordos y la parte más próxima a nosotros, la alta medianía.
Hay que dar facilidades al pobretariado para que se organice sindical y
políticamente; es preciso, sobre todo, organizarnos en partidos políticos y … »
Don
Melquíades cayó en deliquio. Eso era lo que él mismo pensaba, pero no se
atrevía a proponerlo en el Casino de los Gordos. El marquesito siguió
perorando: «Tendremos algunos problemas iniciales. Pero mire, mire usted en
lontananza: con el tiempo se institucionalizarán y, cuando echen barriga, nos
harán la competencia con nuestras mismas ideas, mi querido Avispón. Por lo
tanto, todo lo someteremos a discusión, excepto el carácter sacral del Mercado.
De ahí que estoy en correspondencia con don Wilfredo Pareto, ese italiano
escuchimizado que estuvo en el balneario hace dos años tomando las aguas. Sepa usted que le he
encargado un teorema que demuestre que el Mercado tiene un origen divino, por
lo que … » A la media hora el «Gran
trato» estaba ya firmado y rubricado por gordos y la alta medianía. Había
nacido el primer partido parapandés, de nombre Augías: Asociación Unitaria de
Gordos e Industriales Asociados. La
primera decisión –así consta en las investigaciones del doctor Javier Tíber-- fue preparar la defenestración del cura
Nevao, cuyo brazo ejecutor fue (sin saber qué se ventilaba en todo ello) la
cándida Merceditas.
Tranco
6.- Coqueteos del Menda con la
Muerte
¿Puede
un hombre enamorarse de la
Muerte ? No se precipite el lector en la respuesta, porque a
mí me ocurrió. Era yo un rapaz adolescente, descarado y arisco, hábil en atinar
con una pedrada certera un blanco colocado a quince pies de distancia. Una
tarde, entre dos luces, bordeaba la tapia lateral del convento de los
Trinitarios con un cazo en la mano para comprar leche en la vaquería de la otra
esquina. La vi recostada en la tapia y la tomé por una de las pajilleras que
frecuentaban el lugar a la salida de la fábrica de hilados, para redondear su
magro estipendio laboral.
A
esta no la conocía, y me gustó su aspecto. Le encontré un parecido indefinible
a alguien. Muchos años después, ya muerto, supe a quién. Aquí en la contigüidad
del Cosmos tienen por costumbre los jueves, después de repartirnos la merienda,
pasarnos a los pensionistas un programa doble de celuloide rancio. Así llegué a
saber que la Muerte
precisa que yo conocí (no crean que sea la única; hay Muertes para todos los
gustos) era clavadita a Silvana Mangano en Arroz amargo. Se había arremangado
un poco la falda y trataba de detener con un dedo untado en saliva una carrera
que se le había formado en la media. A ciertas edades, basta la visión de una
rodilla torneada para provocar una revolución de las hormonas. Me planté
delante de ella en dos saltos.
–
¿Cuánto? – pregunté, audaz. Ella me miró de soslayo.
–
¿Cuánto qué?
Apreté
en el bolsillo las dos pesetas que llevaba. Me las había dado mi madre para la
leche, y me temía que no iban a bastar.
–
Una paja – murmuré, avergonzado de mí mismo. Ella rio.
–
¡Una paja, Pepito! – Suponiendo que Pepito fuera mi nombre, que no lo era. Pero
ella me llamó por mi nombre real –. Te haré un completo gratis y podrás repetir
si quieres, y luego si estás de acuerdo te llevaré a cucurumbillo a un sitio
precioso y tranquilo que conozco yo sola.
Se
me erizaron todos los pelos, e incluso aquellas partes del cuerpo que no
estaban ya previamente erizadas.
–
¡La Parca !
¡Ánimas benditas, socorredme!
Mi
invocación molestó a la fotocopia conforme de Silvana Mangano.
–
No te hacen falta socorros, yo solo te llevo si tú estás de acuerdo. Hablamos
entre personas civilizadas.
No
estaba yo igual de seguro, y preferí dar largas.
–
Me lo pienso un poco y le digo, doña. Vamos, si es asunto que no corre prisa.
–
Ninguna – se encogió de hombros –. Ya nos iremos viendo y hablamos.
Dio
media vuelta en dirección a la
Alameda y yo corrí a la vaquería, que se hacía tarde. El
corazón me daba saltos como si fuera un conejo atrapado en un cepo. ¡Vaya un
compromiso! Tantas mujeres en el mundo, y yo había ido a enamorarme
precisamente de la Muerte.
Su recuerdo me
atenazaba cuando, el 2 de septiembre de 1917, decidí alistarme voluntario en la Legión Colombiana
comandada por el heroico coronel Aureliano Buendía. Pensé que en el fragor de
la guerra mi amada estaría mucho más cerca de mí que nunca, y en cambio yo me
vería liberado del dilema de seguirla o no. Si una bala se me llevaba, la
acompañaría montado a cucurumbillo a donde ella me llevase; si no, seguiría
viviendo provisionalmente mi pasión desgarradora.
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