lunes, 9 de marzo de 2015

CAPÍTULO TERCERO




Tranco 5.- Una transacción forzada entre la Mitra y la Santísima Trinidad

Las fuerzas de la reacción –llamadas ojalateras por la totalidad de los jambríos, las tres cuartas partes de los medianicos y la mitad de los medianos--  estaban comandadas por el párroco don Senén, cura de olla y requesón, llamado por sus adversarios el cura Nevao, ya que la sotana y el manteo siempre estaban cubiertas de caspa. De tan singular mosén no sacaremos a relucir sus relaciones con la viuda de Máiquez. Son cosas que ya abordó un joven demagogo anticlerical, Vicentico Blasco Ibáñez, de manera vengativa. Aunque el tal Blasco no entró en lo verdaderamente esencial: el negro que le escribía no fue suficientemente informado sobre el particular. A saber, …

… cuando mi tita Mercedes señaló públicamente el chicoleo entre don Senén y la viuda del banderillero, un adversario del mismo partido ojalatero que el cura dio el soplo al obispado. Don Senén fue conminado a comparecer ante la Mitra, Monseñor Balbino Cisneros de Albornoz. 

La Mitra.--  Señor Cura, voces han sonado cerca del río Genil. Voces que hablan de sus relaciones concupiscentes con la viuda de aquel masonazo del banderillero. Así que…

Don Senén.— Mira Balbinico, no sigas por ahí. Porque, entonces, me obligas a explicar que, en el Seminario, no entendías el Misterio de la Santísima Trinidad.

La Mitra.--  Por el amor de Dios, Senencillo, no me pierdas…   

Y el pacto se hizo carne. La cosa acabó con un cambio de destino del párroco al Seminario provincial. Allí, hasta su deceso, explicaría las diferencias silogísticas entre el bárbara, darii y el celarent. Le fue excluido hablar de las relaciones entre Abelardo y Eloísa.  Don Senén se salvó de la suspensión a divinis y la Mitra se libró de un engorro. Un servidor al no participar en tan celebrado pacto se acogió a la famosa sentencia:  Pacta tertiis nec nocent nec prosunt. Gracias a ella ustedes están cabalmente informados de tan singular sucedido.

     
Por cierto que don Senén, enflaquecido por los ayunos prolongados y por las complejidades del celarent, cayó en la desesperación y entró en contacto clandestino con el grupo ácrata «A la redención por la bomba», que tenía su cuartel general en la sede de la Sacrosanta Cofradía de Carreteros Piadosos, puesta bajo la advocación del muy milagroso San Ginés de Pasamonte. En el boletín de «La Bomba» publicó bajo el seudónimo transparente “Senencillo” varios artículos venenosos en los que aludía vagamente a molleras coronadas de mitra en las que jamás se habían podido abrir paso los más sencillos misterios de la fe. Nunca, sin embargo, llegaron tales papelas a poder del obispo Balbino, por lo que la sangre no llegó al río Dílar.

Lo que no supo nunca el señor cura es que el chivatazo a la Mitra se fraguó en el interior de su propia guilda, en las filas ojalateras. La urdió el mismísimo Joselito, marqués de Maracena. Senén, con su rancia facundia hacía peligrar el poder de los gordos y –añadió--  el de la alta medianía. Era preciso pasar a lo que él mismo calificó como estrategia de altos vuelos. Y de esta guisa le habló a don Melquíades Avispón. «Mi querido amigo, le diré lo que pienso. En nuestra querida Parapanda se están moviendo muchas placas tectónicas. El tandem de ese teutón borrachín, ese tal Engels, y del banderillero Máiquez, la aparición de la /fábrica de gaseosas La Perla con su pobretariado militante, esa funesta manía de debatir y todas esas cosas anuncian, si no nos espabilamos, que nuestras relaciones de poder pueden fenecer. Ya no nos sirve el cura Nevao. Es preciso, mi querido don Melquíades dar un giro de ciento ochenta grados. Le propongo dos cosas: echar al Nevao al matadero y construir «el gran apaño» entre los gordos y la parte más próxima a nosotros, la alta medianía. Hay que dar facilidades al pobretariado para que se organice sindical y políticamente; es preciso, sobre todo, organizarnos en partidos políticos y … »

Don Melquíades cayó en deliquio. Eso era lo que él mismo pensaba, pero no se atrevía a proponerlo en el Casino de los Gordos. El marquesito siguió perorando: «Tendremos algunos problemas iniciales. Pero mire, mire usted en lontananza: con el tiempo se institucionalizarán y, cuando echen barriga, nos harán la competencia con nuestras mismas ideas, mi querido Avispón. Por lo tanto, todo lo someteremos a discusión, excepto el carácter sacral del Mercado. De ahí que estoy en correspondencia con don Wilfredo Pareto, ese italiano escuchimizado que estuvo en el balneario hace dos años  tomando las aguas. Sepa usted que le he encargado un teorema que demuestre que el Mercado tiene un origen divino, por lo que … »  A la media hora el «Gran trato» estaba ya firmado y rubricado por gordos y la alta medianía. Había nacido el primer partido parapandés, de nombre Augías: Asociación Unitaria de Gordos e Industriales  Asociados. La primera decisión –así consta en las investigaciones del doctor Javier Tíber--  fue preparar la defenestración del cura Nevao, cuyo brazo ejecutor fue (sin saber qué se ventilaba en todo ello) la cándida Merceditas.



Tranco 6.- Coqueteos del Menda con la Muerte


¿Puede un hombre enamorarse de la Muerte? No se precipite el lector en la respuesta, porque a mí me ocurrió. Era yo un rapaz adolescente, descarado y arisco, hábil en atinar con una pedrada certera un blanco colocado a quince pies de distancia. Una tarde, entre dos luces, bordeaba la tapia lateral del convento de los Trinitarios con un cazo en la mano para comprar leche en la vaquería de la otra esquina. La vi recostada en la tapia y la tomé por una de las pajilleras que frecuentaban el lugar a la salida de la fábrica de hilados, para redondear su magro estipendio laboral.

A esta no la conocía, y me gustó su aspecto. Le encontré un parecido indefinible a alguien. Muchos años después, ya muerto, supe a quién. Aquí en la contigüidad del Cosmos tienen por costumbre los jueves, después de repartirnos la merienda, pasarnos a los pensionistas un programa doble de celuloide rancio. Así llegué a saber que la Muerte precisa que yo conocí (no crean que sea la única; hay Muertes para todos los gustos) era clavadita a Silvana Mangano en Arroz amargo. Se había arremangado un poco la falda y trataba de detener con un dedo untado en saliva una carrera que se le había formado en la media. A ciertas edades, basta la visión de una rodilla torneada para provocar una revolución de las hormonas. Me planté delante de ella en dos saltos.

– ¿Cuánto? – pregunté, audaz. Ella me miró de soslayo.
– ¿Cuánto qué?

Apreté en el bolsillo las dos pesetas que llevaba. Me las había dado mi madre para la leche, y me temía que no iban a bastar.

– Una paja – murmuré, avergonzado de mí mismo. Ella rio.
– ¡Una paja, Pepito! – Suponiendo que Pepito fuera mi nombre, que no lo era. Pero ella me llamó por mi nombre real –. Te haré un completo gratis y podrás repetir si quieres, y luego si estás de acuerdo te llevaré a cucurumbillo a un sitio precioso y tranquilo que conozco yo sola.

Se me erizaron todos los pelos, e incluso aquellas partes del cuerpo que no estaban ya previamente erizadas.

– ¡La Parca! ¡Ánimas benditas, socorredme!

Mi invocación molestó a la fotocopia conforme de Silvana Mangano.
– No te hacen falta socorros, yo solo te llevo si tú estás de acuerdo. Hablamos entre personas civilizadas.

No estaba yo igual de seguro, y preferí dar largas.

– Me lo pienso un poco y le digo, doña. Vamos, si es asunto que no corre prisa.
– Ninguna – se encogió de hombros –. Ya nos iremos viendo y hablamos.

Dio media vuelta en dirección a la Alameda y yo corrí a la vaquería, que se hacía tarde. El corazón me daba saltos como si fuera un conejo atrapado en un cepo. ¡Vaya un compromiso! Tantas mujeres en el mundo, y yo había ido a enamorarme precisamente de la Muerte.

Su recuerdo me atenazaba cuando, el 2 de septiembre de 1917, decidí alistarme voluntario en la Legión Colombiana comandada por el heroico coronel Aureliano Buendía. Pensé que en el fragor de la guerra mi amada estaría mucho más cerca de mí que nunca, y en cambio yo me vería liberado del dilema de seguirla o no. Si una bala se me llevaba, la acompañaría montado a cucurumbillo a donde ella me llevase; si no, seguiría viviendo provisionalmente mi pasión desgarradora. 

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